En Teotihuacán se consideró a las libélulas como símbolo de la pureza del agua. El arte pictórico teotihuacano las relacionó con el Tlalocan, paraíso de Tláloc.
En la escena se observa a Tláloc, señor de la lluvia, en un lugar de cantos, juegos y deleites acuáticos entre libélulas que revolotean, a la orilla de ríos turbulentos bordeados de arbustos de cacao, flores y plantas de maíz.
Los mexicas las relacionaban con entes malignos. Una descripción virreinal de la mitología náhuatl refiere que el demonio Tzitzimime adoptó la forma de libélula. “A pesar de ello en forma adulta tiene las garras y dientes protuberantes como una reminiscencia del “cipactli" o monstruo de la tierra” (Spence, 1923).
Los mayas cuentan que las libélulas ayudaron al sol a guardar en trece troncos huecos los trozos rotos de la Luna, que fue descuartizada por un rayo. Cuando los troncos fueron abiertos por un perro, surgieron sobre el mundo todos los animales nocivos.
El pueblo tzotzil en Chiapas aprecia las libélulas por sus dones curativos. Suelen pasar tres de estos odonatos por la boca de los niños cuando babean. De esta forma los pequeños no vuelven a salivar en exceso.