Nunca fue la maldad tan bendecida;
nunca la teología más endiablada;
nunca la dignidad más escupida;
nunca la cerrazón más endiosada.
La vieja voz de Cuahutémoc andaba
perdida en las casacas de un imperio inservible.
Un maldito bastardo
repartía los pedazos
de México
en el mundo.
Todas las profecías de los poetas
quedaban incumplidas.
Pero también del tiempo renacían las insignias
del viejo Quetzalcóalt Padre del Hombre:
heroes de dignidad;
árboles puros;
patriarcas silenciosos de la ternura humana.