No es posible cerrarte como a un cuarto
en la mitad de la noche. No es
un miedo sepulcral el que te brindo
con mi cuerpo allí, entre la gente
que pasa y nos observa tocarnos
como dos secas ramas en un patio.
No es posible volver de tu aroma
de mujer viva huyendo de mis brazos,
no tengo en la garganta un recuerdo
de corredores largos, de autobuses
donde nadie mira cómo alcanzo
tu cuello, los labios tiernos donde
desaparecen las verdades más
profundas, las más odiadas, donde
cerca de mis labios se hace vieja
la risa, el titubeo grave de las
perpetuaciones volcadas en mesas,
como manzanas que alguien más come
mientras con un solo pie entras al sueño
de los días poblados por mí, legados
a las habitaciones oscuras
que por recuerdo guardan una sola
sábana tibia y tienen en los muros,
detrás de los cuadros, todo el dolor
de la ciudad y sus iglesias, ésas
donde nadie se atreve a fornicar
por miedo a por fin llegar al cielo,
ésas que nada guardan en la piedra
y en los senos ocultos de las vírgenes
blancas que me recuerdan un poco
a tu carne y su sabor dulce, con
ese suave misterio apenas vivo,
apenas insinuado en las palabras
que muy lentamente pronuncias: Vámonos
viviendo en la despedida, contando
cómo cantan las gaviotas sus horas
más bellas; vámonos en mi cuerpo,
déjame caer como el cigarro
a la tierra mojada de las diez
de la noche, conviérteme en carbón,
en piedra, pule mi vientre con una
de tus manos, vuélveme estatua blanca,
muro de cal en un cuarto, silencio
de los hombres rezando en sus iglesias.