Del libro “El fin del silencio”
Alrededor de ti se cae el mundo, sabes de qué está hecho un espejismo pero finges ser sólo algo ligero entre la hierba. Como a mil llantos de distancia no te encuentras con tu sangre sino al arrojar el pie por la ventana. Te doy mi esclavitud ahogando cada sombra en que me muevo —como quien empuja a una estrella distraída—. Cerca de ti una flama se balancea al compás del odio. ¿Quién es más sublime asesino que el silencio? Quieta está la vida, como si no hubiera muertos acechando.
El espejo que escondí se ha vuelto negro y ya no encuentro la manera de ser otro, de dejar esta memoria y este cuerpo abandonados en la calle. Pongo un aviso en cada tarde para ver si alguien me dice dónde quedaron las palabras que me faltan.
Cualquier angustia es buena en esta hora, cuando todos pretenden ser felices con su hambre amarrada en las esquinas del olvido. ¿Por qué no gritas si quieres tu intestino atado a las heridas provocadas por desprecio ajeno? A lo lejos sólo hay sangre, cerca de ti la luz explota como una flor cuando se pudre a tu contacto.
Hay quienes quieren apalear tu sombra; tú no sabes si gritar o criar palomas en tu cuarto. ¿Por qué permites te prohíban llevar el corazón al hombro cuando vas entre la gente? Mañana no sabrás si están lloviendo dientes rojos o si es verdad que cada árbol está escupiendo al mundo con sus hojas. Cualquier espacio es bueno cuando se está sangrando luz.
¿Y qué ha de ser de aquella espuma abandonada junto a un ciego cuando esperabas la lluvia para recobrar algo de pureza? Te doy mi odio, con él talla tus ojos y purifica tu mirada. Junto a aquel ciego han crecido flores negras.
Te doy mi mano para dejarla donde quieras, sólo te pido destruir tu mundo con más ganas. Te doy mi asombro bañado de miradas nauseabundas, de dolor ajeno que tú ignoras dónde nace. Te doy mi hebra de esperanza: de tanto ser mentida está quemándose.
Los