Aunque realmente complicado, tampoco deja de ser en extremo grato expresar de forma escrita un comentario a propósito de las características esenciales del café La Tregua. La complejidad del ejercicio radica en que durante más de cinco años de actividad ininterrumpida, han ocurrido tantos sucesos —particularmente de índole cultural— que prácticamente resulta imposible compendiar de manera sumaria todo el caudal de expresiones humanas que se han desencadenado en su espacio.
La Tregua se encuentra emplazada en la calzada México Tacuba, frente al parque Cañitas, a cuadra y media de la estación del Metro Popotla. Esto significa sencillamente que casi para todo mundo resulta relativamente fácil llegar. De entre sus ofertas culinarias destacan los molletes sencillos, untados con frijoles refritos, festonados con queso manchego derretido, además aderezados con la típica salsa mexicana denominada pico de gallo y todo esto acompañado con un tazón de café negro humeante. Gratificante resulta recrear en el paladar este bocado alrededor de las siete de la noche, es decir cuando todo mundo emprende con fruición el retorno a casa en busca de su ración cotidiana de letargo. También el club sándwich es otro de los platillos preferidos por el apetito de los clientes y este otro acierto de naturaleza gastronómica no se explica por cuestiones meramente mágicas, sino por la sencilla razón de que durante cinco años se ha preparado y repetido tantas veces la confección del sándwich, que sin mucho advertirlo, las manos que lo preparan han amalgamado destreza de demiurgo en la articulaciones de los materiales y los ingredientes. Por cierto que las enchiladas verdes también constituyen otra proeza digna de mencionarse con delectación.
En cuanto a las actividades culturales, donde ahí sí, el público es un poco más reacio y pródigo en melindres, vale la pena reconstruir en el ámbito de la memoria la fragorosa temporada de exposiciones de cuentos de viva
voz, que se efectuaban todos los miércoles alrededor de las ocho de la noche, a cargo de de la tropa irredenta de los confabuladores nocturnos del centro, los goliardos de la palabra hablada, los hierofantes de la narración oral.
Asimismo, en los muros del café, se han presentado numerosas exposiciones plásticas. Grandes artistas de la línea y el manejo del color han figurado en los programas. Ahora, todos los sábados al caer la tarde, se reúne el taller literario de la revista Crisálida. Blanca es la persona que conduce empeños por los estrechos y difíciles senderos de la creación literaria.
Por cierto que en la barra que da a la calle, siempre está dispuesto, para los gladiadores cerebrales que deseen enfrascarse en una encarnizada contienda, un tablero de ajedrez.
También ahora se desarrollan charlas en distintos idiomas, algo así como un gimnasio dialéctico donde se puede practicar en voz alta el idioma de William Shakespeare y también el francés, portugués e incluso español. De tal suerte que el café La Tregua, en todo este sentido es realmente un intersticio incandescente, un remanso de reflexión, donde es posible mondar con sosiego los frutos de la vigilia radical. Por lo que he podido apreciar en el curso de este lustro, estoy convencido de que una de las principales virtudes de este café radica en que sus fundadores, Esther y Eduardo, han logrado establecer con mucha pericia una grata amistad con la mayor parte de sus clientes.
Esto es lo que explica la intensidad de la reverberación verbal que en algunos momentos llega a escalar el espacio y que es consecuencia del trato directo, amable y lúcido que se suele dispensar. Esto es tan real, que a veces, no siempre, pero sí llega a ocurrir, también hay que apuntarlo, el sentido de la amabilidad y la disquisición intelectual, desplaza el de la atingencia con respecto a las solicitudes de las mesas y habrá quien haya debido aguardar más de lo debido para recibir su taza de
café.
Quienes están acostumbrados o acondicionados para buscar espacios de recreo donde la oferta fundamental consiste en la obnubilación, el eclipse y hasta el colapso de los sentidos, se desconciertan frente a la fórmula espartana que ofrece La Tregua. En cambio, quienes buscan un espacio para charlar, leer a solas, cortejar sin trucos de tahúr, tomar café, un capuchino o un frapuchino, libres de la quimera de los distractores electrónicos, o incluso que desean batirse a duelo en el tablero de ajedrez, o discutir encarnizada y racionalmente un determinado tema erizado de incomodidades, son precisamente aquellos perfiles que, poco a poco, se transfiguran en asiduos del lugar.
Porque toda verdadera tregua es un espacio sostenido a pulso con el afán de abrevar uno o más respiros y edificar y remozar la fachada de nuestras reflexiones para de esta manera continuar íntegros en la batalla cotidiana.
¿Se requiere redundar en una cordial invitación para conocer La Tregua?