No enciendas las velas, sólo así me siento más tranquilo. ¿En verdad eres tú?... ¿Lo he logrado?
- Todo se aclarará a su tiempo, sólo permíteme encender una vela, quiero que observes.
La extraña mujer se desnudaba melodiosamente, al compás de la carne transgresora que se consume lentamente en el infierno, sin apartar su voluptuosa mirada de Cristian que quedó paralizado. Él nunca había visto a una fémina tan furiosamente seductora. Intentó rezar pero al pronunciar las primeras frases sintió una lengua tan fresca y delicada con la que ni mil sermones ni mil amenazas del castigo eterno podrían competir. Estaba perdido. La tomó con ambas manos de sus abundantes rizos rojos. La vela se apagó y la luna tomó un color tan rojizo y tan intenso que parecía el ojo de Luzbel. Esa noche los fluidos se convirtieron en corrompida sangre, tinta con que su miembro firmó la nefasta alianza.
Al día siguiente, Judith estaba preocupada porque su novio no había ido a la universidad en dos días ni contestaba sus llamadas. Se dirigió a su departamento decidida a no marcharse de ahí hasta obtener alguna respuesta. Tocó insistentemente el timbre, hasta que a los quince minutos apareció Cristian.
- ¿Qué te pasa? ¿Por qué no contestas mis llamadas?
- Amor, no es un buen momento.
Como respuesta, ella se introdujo al departamento ante la visible molestia de Cristian. El lugar estaba hecho un caos. Ella se dirigía a la habitación del fondo cuando sintió como si una tenaza mecánica la tomara del brazo; era Cristian que la observaba fijamente.
- No te atrevas – le dijo él.
Judith nunca había visto esa mirada en su amado y jamás la había tocado con esa fuerza.
- ¿Qué pasa amigo? Te ves terrible, ¿se encuentra aquí Judith?, ayer nos dijo que venía a verte y hoy no se apareció.
- No sé nada de ella, pero pasa por favor.
Los dos tomaron asiento en la pequeña sala, se mantuvieron en silencio un tiempo. El visitante observaba
al otro con sorpresa. Cristian miraba hacia el piso ausentemente.
De pronto dijo:
- Oscar, me conoces desde hace años. Sabes que para mí cada pintura que he realizado ha sido un intento por igualarme a Dios ¿Será posible que al igual que como puedo engendrar un ser vivo a través de un acto físico, también pueda hacer lo mismo con un ser puramente espiritual en un acto similar?
- ¿Qué quieres decir?
- Sígueme…
Cristian condujo a su amigo a la habitación del fondo.
- ¡Santo Dios!- dijo Oscar al entrar al cuarto y contemplar una pintura al óleo que ocupaba toda la pared de enfrente. Estaba representada “La capital del tormento eterno”, tal como la han descrito los grandes poetas; desde la atmósfera purpúrea que cae desde las alturas, hasta los lagos de sangre en los cuales los condenados por siempre y para siempre se retuercen de sufrimiento y desesperación. La pintura podría ser tan común como cualquiera que se haya concebido en el infierno, aunque parecía más bien una ventana a los más íntimos terrores, una visión, una respuesta del inconsciente a preguntas que ya se creían superadas. Pero no sólo estas sensaciones provocaba el cuadro.
En la parte superior derecha, se encontraba Judith desnuda y encadenada a una piedra, mientras otra mujer con rostro de ángel, cuerpo exuberante, de hermosos rizos rojos y mirada diabólica, succionaba con vehemencia y sensualidad la sangre de Judith, haciendo que el cuadro se tornara intenso y cobrara más vida. Cristian, con aire de triunfo, encendió su tocadiscos, a la vez que desenvainaba un amenazador cuchillo de cazador y dijo:
- Amigo mío ¿Te gusta Santana? En lo particular hay una canción de él que me hace entrar en un éxtasis divino, ahí viene ¿la oyes?...
“Mujer de magia negra”.
En el exterior, apenas se oyó el espantoso grito de Oscar que terminó perdiéndose en el volumen de la rola que sonaba a todo lo que da.