Lentamente los alrededores van cobrando sentido: el cielo asfixiado, el olor a sangre, sudor y aceite quemándose, el estruendo de maquinaria y los graznidos de las bestias de rapiña. Mira a través de la niebla, reaprendiendo a interpretar la sensación de inmundicia que recubre sus brazos y piernas. Entonces, el puñado de hombres arremetiendo contra el muro y el peso del taladro que sujeta le traen recuerdos; mismos que inmediatamente se ve impulsado a tratar de reprimir: gime, trastabilla, suelta la herramienta y registra frenéticamente sus bolsillos, hasta sacar de uno de ellos la aguja que enseguida entierra en su brazo izquierdo. Se tira al suelo y convulsiona, estrellando los puños una y otra vez contra su cráneo mientras balbucea, tratando de desviar sus pensamientos y rezando porque la droga haga efecto velozmente. El adormecimiento se apodera poco a poco de su ser y, tras unos minutos, se pone de nuevo en pie, cegado. Recoge el artefacto y reanuda la tarea.
Dos figuras observan desde una torre de escombros. Sus siluetas se contorsionan y entrelazan, incapaces de contener los chasquidos metálicos que le dan cuerpo a su excitación. Aunque comparten una sola mente, gustan de representar una y otra vez el mismo e innecesario diálogo, mientras saborean impacientes el torrente de datos. Amalgama entre lo orgánico y lo artificial, fueron construidos específicamente para esta labor y su amo se aseguró de que también estuvieran programados para disfrutarla.
Lejos de ahí, la humanidad pierde terreno día a día, mientras es obligada a replegarse para no ser descubierta. Ignoran el por qué de las bajas defensas en la zona más cercana a la ciudadela y saben que el enemigo no es nada ingenuo, pero tienen muy claro que es una situación que no deben desaprovechar: tarde o temprano alguien será capaz de perforar la barrera antes de que los vapores lo obliguen a ceder, y ese momento señalará el revés de la guerra.
Internarse en la niebla era
necesario y respirarla fue inevitable: nanomáquinas yacen prendadas de cada nervio, tendón o hueso y cientos de miles fluyen por venas y arterias, registrando cada movimiento, cada sensación, cada pensamiento. El neurotóxico sólo retrasa la inevitable violación de todo secreto.
Agotado el efecto de la última ampolleta, emprende el embate final para llevar un poco más lejos la batalla en contra de la regeneración del muro. Pone todo de sí para concentrarse en nada que no sea la demolición, pero es inevitable la esporádica y cada vez más frecuente aparición de imágenes delatoras, recuerdos de su gente, de días pasados, de páramos ocultos, de rutas que no deben ser compartidas con los invasores. Sin pensarlo un segundo más, apunta el taladro hacia su rostro y acciona el interruptor. Sus sesos se integran al tapete que da la bienvenida a los próximos gladiadores.
A una orden de los gemelos, tres pares de extremidades metálicas se abren paso entre el desperdicio y apresan al cadáver con cuidado, para después arrastrarlo hacia donde será examinado con detenimiento. Es un buen espécimen y posiblemente más tarde será resucitado con algún nuevo propósito.
En las profundidades, sentado en su trono de carne y artificio, el rey aguarda pacientemente este pequeño triunfo hueco de la especie a la que alguna vez perteneció. Hace ya tiempo que la ubicación de los remanentes humanos dejó de serle un secreto, pero decidió no dar el último golpe, porque también sabe que esos defectuosos seres aún guardan una utilidad. Es consciente de que sus métodos aún son precarios y de que la vida y su despilfarrador proceso de selección llevan las de ganar en lo que a experiencia se refiere; así que por el momento les deja hacer parte del trabajo, conformándose con estudiar su desarrollo y controlar los límites que lo encaucen hacia la culminación de la agenda que él formuló desde un inicio: hacia la superación del orden “natural”.