QUETZALCUAUHTLI
Soy Quetzalcuauhtli el águila real.
Desde hacía mucho ya éramos dos, como el día y la noche que girando eternamente se estrechan de las garras haciendo en esa unión el alba y el ocaso, como la sombra que es inseparable de la luz, como la tierra y el agua que germinan la vida. Ella y yo ya estábamos viejos, nuestras plumas se habían vuelto pesadas, nuestras garras retorcidas y blandas y nuestros picos eran ya excesivamente curvos, cada vez nos era más difícil la caza.
Un triste día todo terminó: Aquella tarde divisamos una liebre; mi pareja se abalanzó para cazarla, un coyote salió de entre la maleza, ella atrapó a la presa, pero el coyote también, junto con una de las garras de mi amada. Me lancé en picada sobre él y le arranqué un ojo, pero al mismo tiempo otro coyote atrapaba el cuello de mi pareja entre sus dientes, el tuerto huyó aullando lastimero, ataqué al otro que también corrió, pero no pude salvar a mi compañera, yacía inmóvil, traté de reanimarla en vano, me quedé junto a ella y ahuyenté a los carroñeros hasta el anochecer.
Llegó una pareja de tecolotes, yo estaba cansado, les dije que si querían comer a la liebre tendrían que matarme primero, pero en lugar de luchar ofrecí el cuello, yo ya no quería vivir.
Él, llamado Tecolotl, me dijo que podía morir si eso quería. Ella, Tecolotlcihual, me ofreció otra opción; que llevara a la liebre al más alto de mis nidos, terminara de comerla ahí, que luego destrozara mi pico, el cual se renovaría en unos días, una vez renovado debía arrancar con él mis uñas que volverían a salir y cuando estas hubiesen brotado nuevas y fuertes tendría que arrancar todas mis plumas, las que también nacerían de nuevo.
Tecolotl agregó que si lograba hacer eso sería nuevamente como un águila de cinco años y que Ometeotl, el creador de todo, me tenía la misión de fundar la ciudad de los seres alados. Sentí un calor reconfortar mi cuerpo mientras escuchaba
esas palabras; acepté el reto, me despedí del alma de mi compañera.
El cambio fue lento y doloroso. Tras ciento cincuenta días salí del nido renovado, fui a cazar, atrapé un gran pez, comí la mitad de él y mientras llevaba la mitad restante a mi nido vi a una hembra posada sobre un acantilado, sentí un vacío en el pecho al recordar a mi pareja perdida; me acerqué, sin pensar en lo qué hacía, ella me miró y bajé mi velocidad para que no se sintiera amenazada, solté lo que restaba de la presa a su lado, di un giro volando en derredor suyo; mi corazón palpitaba con tanta fuerza que sentía que ella lo escucharía, y me fui a mi nido. Al día siguiente le llevé otro obsequio y repetí el giro, esta vez volando más cerca de ella.
Al tercer día llegué a su acantilado antes de ir de cacería, giré alrededor de ella, me elevé haciendo piruetas en el aire, luego descendí vertiginosamente como si cayera, para elevarme y quedar de nuevo flotando frente a ella, invitándola a la danza aérea. Ella aceptó la invitación y realizamos juntos una danza amorosa, en la que nos coordinábamos para llevar la batuta. Tras culminar la danza nos apareamos. De nuevo fuimos dos, como Omecihuatl y Ometecuhtli la pareja primordial engendrada por Ometeotl para crear al universo.
Sin embargo yo sentía que todavía me faltaba algo para completar la transformación que había iniciado hacía ya más de cinco meses. La respuesta a mi desazón llegó esa misma noche. Los tecolotes arribaron al risco en que reposábamos e hicieron extensiva a mi nueva pareja, Cuaucihuatl, la invitación que ya me habían hecho a mí. Ella y yo coincidimos en que era un gran honor aceptar la invitación para liderar al grupo que fundaría la ciudad de los seres alados.
Así emprendimos al día siguiente el viaje con destino al ombligo del mundo, en donde debíamos fundar la nueva ciudad, invitando a cuanta ave encontramos en el camino. El grupo creció rápidamente, porque las aves
invitadas invitaban a su vez a otras, ya somos más de cuatrocientos ejemplares.
Los tecolotes, nuestros chamanes, duermen casi todo el día y nos alcanzan al crepúsculo. Ellos son nuestros vigías nocturnos; él hace el primer turno, ella el segundo y nos informa al amanecer cualquier revelación que los dioses les hayan hecho.
Esta mañana nos ha dado un par de mensajes que cambiarán nuestras vidas para siempre: El primero lo esperábamos con ansia desde que emprendimos esta travesía, en él nos dice que detrás de esa montaña, que divisamos desde aquí, se encuentra el valle prometido; el otro es que, una vez en él, manifestaremos una parte de nuestro ser, oculta hasta ahora, pero latente en nosotros desde que fuimos concebidos, todos somos nahuales. Nos transformaremos en otra clase de animal, en una especie actualmente extinta; pero la más peligrosa de la creación.
Aquella revelación nos inquietó de sobremanera, varios de los compañeros manifestaron su temor y amenazaron con no continuar el viaje. Tecolotlcihual dijo que transformarse en una especie peligrosa no era una maldición sino una bendición, pues al serlo no habría quien se pudiera oponer a nosotros. No faltó quien dijera que el problema ocurriría si no nos transformábamos al mismo tiempo y tras el cambio nos olvidábamos de quienes éramos en realidad, pues podríamos atacar a nuestros compañeros. En mi mente se formó la imagen de grandes felinos atacándonos mientras dormíamos; pensé en el puma y en el jaguar; ambas especies extintas y un estremecimiento recorrió mi piel.
Les recordamos que todos se habían unido libremente a la parvada, les dijimos que de la misma forma podían escindirse del grupo e instalarse en cualquier otro lugar, pero que no contarían más con nosotros, quienes estábamos dispuestos a cumplir con el destino señalado por Ometeotl.
Los huitziles, también llamados colibríes, se acercaron a mí y el jefe de su grupo, “Jade” dijo que ellos
continuarían con nosotros, y partieron a realizar la inspección que hacían cada día, emprendiendo el vuelo hacia los cuatro rumbos. Tecolotlcihual sabiendo que cuando menos águilas y huitziles continuaríamos el viaje se fue a dormir.
Apenas terminamos el desayuno cuando volvieron los colibríes, los que fueron al valle nos informaron que en él había un gran pantano, con muchas islas conformadas por tierra, vegetación y restos de los refugios realizados por la última especie hegemónica del planeta, los humanos, que se destruyeron a sí mismos y que casi acaban con toda la fauna y la flora del planeta.
Partimos hacia allá; la mitad de la parvada, dudosa, se quedó atrás. Llegamos al centro del pantano en poco tiempo, en él encontramos una singular y enorme figura, que representaba a una humana, pero con alas como nosotros.
Pedimos a todos que exploraran los alrededores, se alimentaran y que volvieran a este mismo sitio antes que cayera la noche, para esperar a los chamanes. En el transcurso de la tarde fueron llegando varios de los rezagados, quienes finalmente decidieron completar el viaje.
Ahora es el crepúsculo han llegado los tecolotes. Apenas han posado sus garras en la isla cuando todo mi cuerpo experimenta un gran dolor. Veo a mi alrededor, todos parecen estar padeciendo lo mismo; dos nuevas extremidades empiezan a brotar bajo mis alas, siento como mis patas, mi pecho y mi espalda comienzan a inflamarse, varias de mis plumas son absorbidas por mi cuerpo, cuya piel ya no reconozco, siento como si fuera a reventar, pero esto no ocurre...
El dolor acaba, me veo a mí mismo y a los demás; conservamos nuestras alas y cabezas, pero han crecido, y el resto de nuestro cuerpo es humano. Nuestra transformación física por fin se ha completado, ahora debemos construir la nueva civilización. Los chamanes explican que lo que ha crecido junto a nuestras alas son brazos y manos, que serán muy útiles para construir nuestros refugios y un templo para
Ometeotl, quien ha dicho que alternaremos entre nuestra forma original y ésta, y que mientras no olvidemos quienes somos mantendremos al mundo en equilibrio y a él satisfecho.
Ray Manzanárez. Agosto 2020