Nunca he visto a una salchicha volver de la muerte
Lo último que recuerdo: Bruto camina al lado de una mujer a la que no puede verle la cara. Ella lleva un algodón de azúcar color azul y Bruto lleva puestos unos tenis con lucecitas que se prenden cada que camina. Luego estamos en un carrito de la montaña rusa, ellos adelante y yo atrás. El carrito sube lentamente hasta llegar al punto más alto y ahí se detiene. Se liberan los pistones. Caemos, cierro los ojos porque al final de esta caída ya no hay rieles que sostengan el carrito. Es todo.
Nos capturaron y nos trajeron aquí. Hablo en plural porque supongo que Bruto está en este sitio. En este lugar algunos presos me dicen que estoy aquí porque estoy loco y soy un peligro para los demás y por eso debo morir, pero otros tantos presos, la mayoría, me dicen que eso es mentira porque esta es una granja donde nos torturan, asesinan, procesan, empaquetan y envían a las mesas de personas pudientes que pueden pagar por un platillo exótico. Yo creo que son rumores. Nunca he visto a una salchicha volver de la muerte.
Aquí todos están desnudos. Me llama poderosamente la atención que ningún hombre intenta un acto sexual a pesar de que la mayoría tiene el pene erecto. Un grupo de personas me distrae, gritan y arman un alboroto imposible de ignorar. Me acerco. Siete mujeres le han arrancado el pene a un hombre y se lo pasan entre ellas para poder masturbarse. “Al hombre lo hallaron masturbándose”, me dice un sujeto que ya no tiene el ojo derecho y dentro de su cuenca vacía tiene lucecitas, como las de los tenis de Bruto, que se prenden cada que mira a las siete mujeres que se introducen, ferozmente, en sus vaginas, bocas y anos, el pene muerto que aún sigue erecto. Mientras tanto el hombre aúlla de dolor y la sangre sale disparada a borbotones de su herida.
El grupo se ha marchado. Ayudo al hombre sin pene a ponerse de pie. No puedo distinguir su rostro porque lo tiene cubierto de sangre y
eyaculación femenina. “Gracias, buen hombre”, me dice y me palmea la espalda. “Tome su pene, señor”, le digo, recojo su miembro fláccido y se lo doy. “Dios te bendiga, hijo”, dice y se marcha. Lleva el pene en su mano derecha. Con cada paso que da, su falo se enciende como árbol de Navidad. En el sitio de la orgía quedan la sangre y las eyaculaciones revueltas, sobre este líquido sui generis hay un hombre recostado. Con sus brazos y piernas hace la figura de un ángel. El hombre ríe a carcajadas que me provocan mucha ternura. Me pongo de rodillas, con mi dedo índice escribo mi nombre sobre este líquido particular.
Alguien dice mi nombre por el altavoz, y al instante, seis babosas gigantes, cubiertas con un líquido negro, me sujetan y me llevan a una sala donde no hay luz, me quitan la ropa y comienzan a lamerme todo el cuerpo, pero sus lenguas (quiero pensar que son lenguas) son ásperas y me lastiman las partes más sensibles del cuerpo. Me sujetan la cabeza y me introducen una lengua dentro de mi fosa nasal derecha, luego en la izquierda. No puedo respirar, y aunque me esfuerzo, cedo, abro la boca, pero tan pronto lo hago otra cosa áspera se introduce dentro de mí. Lo mismo sucede con mis oídos y el ano.
Me sacan de esa sala oscura y me avientan en cualquier lugar. No me dan nada para cubrir mi desnudez. Ya no tengo vello, cejas, pestañas, ni cabello, y en algunas partes de mis brazos y piernas no hay piel.
Viene hasta mí una persona que usa un traje NBQ. Me pregunta cosas: nombre, lugar y fecha de nacimiento, preferencias sexuales. Es un cuestionario extenso y cada respuesta que doy es anotada. Contesto sin torpeza.
La persona que me cuestiona hace una seña y al instante aparecen dos personas cubiertas con un líquido fluorescente. “Al pabellón de hombres número uno”, ordena.
Me llevan al pabellón de hombres; el de mujeres está enfrente. Los fluorescentes me botan en el primer espacio que encuentran libre. Suena una
campanada por el altavoz y siete hombres forman una línea paralela a la entrada del pabellón, lo mismo hacen las mujeres y esto provoca que ambas filas puedan verse de frente. Suena otra campanada, hombres y mujeres comienzan a masturbarse. Los hombres sólo se masturban, las mujeres se masturban con una mano mientras que con la otra acarician el cuerpo de la que tienen a un lado. Yo también quiero masturbarme. “No”, me detiene un hombre, y entonces puedo notar que a todos los hombres les hace falta vello, cabello, cejas y pestañas. “No, tú no puedes masturbarte porque acabas de llegar y vamos por turnos”. Puedo notar que los hombres que se están masturbando tienen un número en la espalda, y así la numeración indica que es el turno de los números 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40 y 41. Le pregunto al hombre por mi número en la espalda y él me responde que soy el 2439. También le pregunto por lo que podría suceder si me masturbo y él me dice que me arrancarían el pene y me pasarían al pabellón de mujeres, asegura, también, que ha sabido que las mujeres suelen comerse a estos hombres sin pene. El hombre refiere que los que vigilan este sitio podrían golpearme y cortarme dos centímetros de mi pene si quisiera intentar tener relaciones sexuales con un hombre o una mujer. Me dice todo esto mientras me muestra su falo desfigurado.
Por el altavoz se escucha una vaca mugiendo, y luego una voz metálica que dice: Del pabellón número 1, al frente los números que van del 2432 al 2439. Inmediatamente un hombre fluorescente nos obliga a salir del pabellón. A uno de mis compañeros se le zafa un pie y todos echamos a reír. El hombre fluorescente nos forma en una fila en la que hay otros hombres que no son de mi pabellón. “Hola, ¿me recuerdas?”, me pregunta el que está atrás de mí. Volteo a verlo; niego. El hombre no tiene orejas y me dice: Soy la novia de Bruto. “¿Cómo? ¿Qué? ¿La novia de Bruto?”, pregunto y el hombre sonríe con
cierta coquetería; me guiña un ojo mientras nos hacen avanzar.
Nos llevan hasta unas letrinas y nos ordenan que las limpiemos. Todos los retretes están llenos de mierda. El resto de los hombres se hinca ante su respectivo retrete y mete las manos dentro de él para poder limpiarlo. Me resisto a hacerlo, no tengo guantes, ni siquiera me han dado escoba ni jabón. Recibo una descarga eléctrica. Grito. Alguien mete mi cabeza dentro del excusado pero luego del grito no alcancé a cerrar la boca. Tengo pedazos de mierda deshaciéndose en mi lengua y otros más yendo hacia el estómago. Jalan la cadena en repetidas ocasiones hasta que el agua de mi retrete se va. “Ahora limpia los residuos que se quedaron pegados”, me ordenan.
Hay mierda muy vieja y muy pegada en el excusado y tengo que hacer un esfuerzo gigante con las uñas para poder desprenderla. Es como quitar la cochambre de un comal. La uña de mi dedo índice se desprende pero no puedo decir nada al respecto, no puedo quejarme porque las lagartijas gigantes que nos vigilan, se dejan caer desde el techo y arremeten contra ti, te golpean y te muerden. Dolor por dolor.
Un recluso, en voz baja, me confiesa que los encargados de este sitio, cada tanto, realizan una lotería. Seleccionan a siete hombres y a siete mujeres y les dicen que han ganado la lotería. Lo cierto es que los llevan a una cámara de donde nunca más vuelven a salir. Yo le respondo que probablemente sí ganes algo, y sea la libertad, por eso se llama lotería: porque ganas. “Depende de la perspectiva…”, el hombre no termina su enunciado porque seis lagartijas me toman por los hombros y me llevan a otro sitio. Me dicen que gané la lotería.
Encuentro a Bruto. Está entre los seleccionados, pero no decimos nada para evitarnos un problema mayúsculo. Nos forman en una fila. Una ganadora corre. No quiere morir. Yo tampoco pero estoy resignado: es cuestión de tiempo para que esto que sucede aquí dentro suceda allá afuera.
Las
lagartijas, por ser más rápidas, atrapan a la mujer y la golpean, la muerden hasta dejarla hecha una papilla. Nos obligan, a nosotros los ganadores, a limpiar los pedazos de la mujer. Mientras lo hacemos, por el altavoz anuncian a la flamante sustituta de nuestra compañera muerta a la que recogemos con mucho cuidado a manera de homenaje póstumo.
Terminamos de limpiar. Nos vuelven a formar en una fila. Delante de mí va Bruto.
Nos detienen frente a una gran puerta metálica de 24 pernos. Cuento: uno, dos, tres… veinticuatro, sí 24 pernos. Lo sé porque trabajé en el Banco Nacional. La puerta cede y la luz se vuelve enceguecedora. Nos colocan bajo el umbral y nos ordenan: Den diez pasos al frente. Cortan cartucho. Cierro los ojos y me preparo para recibir todas las balas. Alguien me toma de la mano y la aprieta con fuerza. Es Bruto.
“Ahora”, ordena una voz y una trompeta suena por el altavoz. Recibo una patada en la espalda que me obliga a traspasar rápidamente el umbral.
Se cierra la pesada puerta.
Lo primero que siento es el calor de la tierra que piso, está muy caliente, luego siento el calor del Sol.
Tardo un poco en acostumbrarme a la luz pero al fin lo logro: ya no me lastima.
Bruto está frente a mí. Una pierna y una oreja, extras, le crecieron. Sonríe y me abraza. “Lo logramos, guache”, me dice al oído mientras miro que los demás ganadores se abrazan. “Pero, ¿sabes qué es lo que más me duele?”, dice Bruto, “mis tenis con lucecitas”. Cedemos ante la algarabía: Ganamos la lotería, ganamos nuestra libertad. Todos gritamos y nos abrazamos.
“Ya era hora, moría de hambre”, dice alguien; una voz atronadora que viene del cielo. Todos nos dejamos de abrazar.
Frente a nosotros hay un gigante que sonríe y grita: ¡Comida!, y a mí me gustaría ser la primera salchicha que pueda volver de la muerte.