Éramos los únicos en el primer vagón del último tren del metro de esa noche. Ella iba sentada en la parte delantera, en uno de los asientos reservados para ancianos y discapacitados. Yo me senté en la parte de en medio del vagón, pero al ver su hermoso perfil me dieron ganas de acercarme y sentarme a su lado o frente a ella y admirar su rostro completo. Pero mi timidez no me lo permitió.
Tenía aproximadamente unos 25 años, su piel era muy blanca, pálida – seguramente nunca sale durante el día– pero me gustaba, parecía de porcelana. Su nariz era muy fina al igual que el resto de sus facciones, y su ojo, el que alcanzaba a ver, era de un brillante color verde. Tenía el perfil más bello que había visto.
Fue en la siguiente estación, Chapultepec, cuando me empecé a percatar de que había algo extraño en ella. Una señora regordeta entró por la primera puerta, se iba a sentar frente a ella, pero al verla, en su cara se dibujaron unas facciones que en ese momento no supe cómo interpretar –una combinación de asco, lástima y desprecio que me desconcertó– y se apartó de ella para sentarse cerca de donde me encontraba.
Dos estaciones después sucedió una escena parecida, esta vez dos adolescentes gays no lograron controlar su asombro y gritaron espantados al mismo tiempo que se alejaban de ella.
Entonces mi curiosidad se convirtió en morbo. Pensé que seguramente tenía una horrible cicatriz en el otro lado de su cara, o un lunar velludo que se extendía por la mitad de su rostro, o cualquier otra marca que la convertía en un esperpento.
Creí que mis sospechas se confirmaban cuando en Balderas una joven madre y su hijo pequeño repitieron las reacciones anteriores. Ya faltaba solo una estación para bajarme del tren y la curiosidad no me permitía dejar de mirarla. Decidí enfrentar mi miedo, acercarme, ponerme frente a ella y averiguar que había del otro lado, cómo era su perfil derecho, su rostro completo.
Comencé
a acercarme lentamente. La gente que ya había huido de ella sospechaba cuáles eran mis intenciones y se me quedaban mirando con cara de preocupación. La señora regordeta incluso movió su cabeza de un lado a otro, como advirtiéndome que mejor no me acercara.
Sin importarme seguí avanzando hasta que me coloqué frente a ella. Entonces comprendí todo. Como los demás, grité del espanto que me causó mirarla. Afortunadamente el tren llegó en ese momento a Salto del Agua y salí corriendo en cuanto se abrieron las puertas del vagón.
Desde entonces no he dejado de pensar en esa desdichada. No tenía una cicatriz ni ninguna marca parecida en su cara, como había sospechado. Todo lo contrario. Las facciones del lado izquierdo de su rostro se conjuntaban en una perfecta simetría con las del lado derecho. Era perfecta, verdaderamente perfecta. Tanto, que era demasiado para la vista de cualquier ser humano. Nadie podría soportar tanta belleza sin terminar desviando su mirada, rechazándola, sintiendo un miedo atroz ante la monstruosidad de la perfección estética. Y como yo y todos los que vimos el rostro de esa pobre mujer, huir de ella.