No era un secreto que en las faldas del volcán Teuhtli ocurriera la magia; los visitantes se aventuraban a recorrer el sendero de los malacates, hasta llegar a la entrada de la cueva que atraviesa sus faldas, con el anhelo de llegar a la cima y ser alcanzados por Metsolani: el hechizo del rebosante rostro de rayos plateados, en su máximo esplendor.
Pero la opulencia no es para todos, ni lo es por igual.
Cuenta la leyenda que toda prueba es única e irrepetible, por tanto, incierta; una vez en la entrada, el viajero debe lograr que la Luna postre sus ojos en él, conjurándole sus motivos; si éstos le conmueven, la respuesta aparecerá en una estela de estuco, donde rayos plateados han de dibujar las palabras de lo que el destino le depara al cruzar. El dilema es aceptar para cumplir su misión de la mejor manera posible, o bien, dar la media vuelta para andar de nueva cuenta por el sendero.
Como si una suerte de espejo se tratara, el viajero se sentía reflejado en lo que su ser contemplaba al mirar hacia arriba: su abultada nariz y pronunciada dentadura, su vestigial y pomposa cola, la grandeza de sus patas traseras…quizá las orejillas eran un poco exageradas, pero incluso la chispa de ternura de sus ojos y todo su cuerpo satinado cabía dentro de la esfera lunar. ¡Se sentía tan afortunado y conmovido!
Tras no llevar un discurso consigo, se inspiró en el hermoso escenario que lo mantenía embelesado; del palpitar de su pecho, emergieron las siguientes palabras:
—¿Has sentido ese cosquilleo en la barriga de “la primera vez” en algo? Bueno, he pasado prácticamente en vela la noche anterior, pensando en cómo será mi primera vez en la cima; he recorrido el sendero, recolectando zaopatle, romerillo y cardo santo como ofrenda, además, un poco de zacatito para comer. Me cuidé bien de que nadie siguiera mis pasos, sobre todo, por las historias que cuentan en la aldea de aquellos seres enormes, a los que se les ha visto andar a dos patas,
carentes de pelaje y de cola; puros cuentos, dirán, pero uno nunca sabe…hay rumores de que nos buscan para arrancarnos la piel y luego arrojarla al fuego para curar sus males…en fin, heme aquí, con mis ojillos escarchados ante el crepúsculo invernal, donde el cielo despejado me ha permitido seguirte y divisarte desde tu primera sonrisa, ¡vaya que eres linda!
Me encuentro a merced de lo monumentalmente desconocido, con miedo, sí, pero atravesar no es una opción, sino una necesidad, pues el último curandero que quedaba en la tribu ha desaparecido, como si se lo hubiese tragado su madriguera…o peor, aún, alguno de esos bípedos horribles; mi aldea me necesita y yo te necesito a ti. Sé buena conmigo, por favor, te lo pide un ser inexperto en todo. Espero con ansias tu mensaje, a modo de respuesta —
El silencio arropaba a su alrededor. Efectivamente, nadie había seguido sus pasos, era el único a la paciente espera de cruzar y la noche llegaba a su punto máximo.
Entonces, sucedió. Metsolani había hablado, iluminando la estela con el siguiente mensaje:
— Dos espíritus viven en cada cierta estrella, inútil pensar que son dos vidas, pues es una sola que se transforma en dos; en todos los momentos comparten su luz y se cuidan entre sí en la oscuridad, sobre todo cuando en una de ellas avive el brillo y pida salir. Cada cual es responsable del otro, para mantener encendidas las llamas en equilibrio. — ¿Serás una de esas llamas? — Pregunta a tus ojos, corazón y mente si están dispuestos a soportar la oscuridad al cruzar y lo que la luz les muestre al salir.
El visitante no entendía del todo el mensaje, ¿se trataba de una prueba de valentía, o de resistencia? Lo único que tenía claro era que no podía regresar con las patas vacías, pues tenía presente la carecía de su aldea en el arte de sanar. Mirando fijamente la estela, tomó una decisión.
Suspiró hondo, disponiéndose a entrar, sin embargo, un alarido en busca de auxilio
le impidió seguir.
Los extraños gritos provenían de la cueva; titubeó a entrar de golpe, entonces, se acercó lo más que pudo, pero no lograba ver nada, la oscuridad invadía el lugar. Sólo lograba escuchar una voz.
— ¿Alguien puede escucharme? ¡No hallo la salida! Ya no sé cuánto tiempo llevo atrapado.
— Escucho tu voz muy cerca. Yo me encuentro en la entrada de la cueva, quizá a lo que tú llamas salida. Sigue mi voz.
— Por favor, entra por mí. ¡Ayúdame! Mi aldea me necesita.
— Me siento identificado contigo; también he venido tratando de ayudar a mi aldea, por eso mismo, debo esperar a que tú salgas para poder seguir mi camino. Encenderé un poco de fuego para que te puedas guiar.
El visitante encendió el ultimo trozo de zacate que llevaba consigo para tratar de ayudar a aquella voz a encontrar la salida.
— Creo que ya te veo— dijo la voz misteriosa
— Yo…también—dijo el visitante con voz temblorosa, pues no daba crédito a lo que veía a través de la luz. La silueta que se aproximaba pertenecía a uno de esos horribles gigantes sin cola, con su andar en dos patas.
Tras el miedo y la inmediatez, el pequeño visitante se abalanzó hacia la entrada de la cueva, logrando esquivar al extraño ser; recorrió con grandes zancadas un largo tramo, hasta que logró dejar atrás la tortuosa sensación de que alguien le seguía. El siguiente reto fue enfrentarse a la penumbra que entorpecía sus pequeños pasos, sin rumbo y sin guía. El tiempo se alargaba y su cuerpo perdía toda su fuerza, tanto que ya no lo sentía; más que andar, parecía flotar.
¿Cómo saber cuánto tiempo llevaba allí varado? Nunca había saboreado la soledad tan de cerca. En un acto desesperado, lanzó un alarido en busca de auxilio y, para su fortuna, un eco misterioso tomó al silencio por sorpresa, intercambiando con él palabras de aliento y esperanza. El etéreo viajero parecía recuperar la fe, todo lo que quedaba de él se aferraba a
esa voz que se había convertido en su guía.
Brotó entonces en la oscuridad una luz brillante que se reflejaba en sus pupilas; al fin había hallado la salida.
Algo lo impulsó a gritar —¡Creo que ya te veo! —, a lo que una voz quebrantada respondía —Yo…también— Al hallarse fuera en su totalidad, la luz de luna le mostró lo más espantoso que jamás se pudo imaginar: su colita esponjada y su abundante pelaje habían desaparecido, sus orejas y su nariz eran sumamente pequeñas ¡Y, por los Dioses todos! ahora su andar era en dos patas, que para nada se parecían a las suyas; todo su cuerpo se había transformado. Mientras tanto, sus nuevos ojos alcanzaban a observar una pequeña sombra esquiva, que ingresaba a la cueva.
Ya no había necesidad de buscar la cima siquiera, lo había comprendido. Algo en su corazón lo llevó a regresar por el sendero, en búsqueda de su aldea.
Sonreía mientras se acostumbraba a su nuevo andar, imaginando cómo lo recibirán los otros bípedos; quizá, con gran expectativa preguntarán si lleva consigo algunas de esas - “pequeñas bestias peludas”-, pero no, él les ofrecerá algo mejor- zaopatle, romerillo y cardo santo-, para curar sus males, pues en el Teuhtli le han concedido otras formas de sanación para mantener el equilibrio con sus amigos peludos. Él compartirá todo con gusto.
Metsolani había obrado con benevolencia, otorgando al viajero la gracia de cambiar de forma, para ser el sanador y protector de ambas aldeas.
Inútil pensar que son dos vidas, pues es una sola que se transforma en dos.
Jessica He Ro 2020