Eran casi las diez de la noche del 20 de noviembre. El Zócalo de la Ciudad de México estaba a reventar.
- ¡No corran, no corran! – se escuchó cerca de nosotros.
La reacción de los manifestantes fue la opuesta, parecía que los hubieran alentado a correr más recio. No comprendíamos lo que sucedía. La confusión era enorme, las peticiones de guardar la calma se combinaban con la desesperación de quienes aceleraban su paso.
Entonces los vimos. Entendimos el porqué de las miradas nerviosas, de los rostros temerosos.
Eran de diferentes tamaños, algunos mucho más altos que otros, pero todos con características similares: un brazo metálico del que se desprendían pequeños picos con los que intentaban golpear a los manifestantes, un escudo enorme con el que supuestamente se protegían pero que en realidad usaban para derribar a la gente; lo más sorprendente eran sus rostros, sus rasgos caninos con ojos inyectados de ira, de desprecio: de resentimiento.
- ¡Corran! – gritó mi hermano cuando vio que uno de los perros estaba a unos pasos de nosotros.
Lo hicimos rumbo a la calle de Donceles. Mi hermano intentaba ayudar a una amiga que no podía correr, cuando tres perros se abalanzaron sobre ellos.
- ¡Lárguense, pinches revoltosos! – ladraron llenos de rabia.
Utilizaban sus brazos metálicos y sus escudos para tratar de tirarlos. No lo lograron. Alguien, un héroe anónimo, salió en su defensa. Los perros se concentraron en atacarlo, por eso mi hermano y su amiga pudieron correr a ponerse a salvo junto a mí y otros amigos.
Desde ahí pudimos observar cómo los perros rodearon al desafortunado, parecía que lo golpeaban una y otra vez, pero no lo alcanzábamos a ver. Después de unos minutos los perros se separaron.
El muchacho ya no estaba. Había desaparecido.