Una a una, las costillas son desprendidas del esternón, emitiendo un crujido y dejando que la mitad del cuerpo se deslice hasta posarse en el charco carmesí. Ella observa con ojos bien abiertos. Con un brazo sostiene al espécimen, mientras con el otro extirpa su contenido, empleando dedos de bisturí con una precisión sólo posible gracias a sus peculiares articulaciones. Él, en la soledad de su jaula, no puede evitar desviar la mirada ni detener los estertores de nausea que lo invaden al contemplarla. La intervención en su garganta le impide gritar.
Pupilas dilatadas, presión disparándose. Su piel, sus poros, sus labios, su aliento. El efecto del alcohol fue desplazado de golpe por la ebriedad inducida por el halo de feromonas que lo embistió hace dos noches. Un breve intercambio de miradas y la seguía sin importar a dónde.
“¡Mira!”, le dice al cuerpo ahora silencioso, aproximando hacia su rostro el puñado de entrañas que aprieta entre sus falanges, fascinada ante el escurrimiento que le baña el antebrazo. Después se aproxima hacia su celda y también le comparte su hallazgo. Él intenta devolverle la sonrisa, pero su rostro no responde y no puede más que quedársele viendo. Ella también permanece inmutable, con su sonrisa de lado a lado. Los ojos posan sobre él unos segundos más, antes de ser requeridos para retomar el estudio.
En los días que han transcurrido, y con ayuda de la poca luz que entra por un par de entelarañadas ventanas, ha tenido tiempo de recorrer con la mirada, a pesar de no quererlo, el resto del nido, repleto de recovecos adornados con formas cuya naturaleza no puede ni desea distinguir. Jaulas oxidadas y deformes encuentran nicho en los innumerables huecos escarbados a lo largo de las paredes, en lugares al parecer aleatorios. También está rodeada de insectos y otros animales pequeños, enfrascados o diseccionados, pero lo que más abunda son restos humanos.
De pronto, un débil murmullo proveniente del
exterior reclama la atención de ambos. Ella posa inmóvil, atenta, meditando sus opciones. El miedo no forma parte su repertorio: sólo permanece así unos instantes y luego comienza a recoger rápida pero metódicamente cuanto material ha preparado. Después se aproxima a uno de los extremos del cuarto, arrastrando tras de sí aquel amorfo paquete de obscenidades. Sus dedos graban una suerte de runa en el muro, que al tacto comienza a supurar como si fuese algo orgánico, expandiéndose mientras deja escapar un miasma mortecino. Él no quiere ni mirar a través del portal: se concentra en azotarse contra la jaula y lanzar gemidos de auxilio en dirección a la puerta atrancada, detrás de la cual ya se escuchan los golpes y voces de los oficiales que intentan abrirse paso.
Brincan los pedazos de madera y asoma el brazo de uno de sus salvadores. En ese momento, algo cubre su campo visual: ella aferra la prisión por un borde y la jala con fuerza descomunal, arrancándola de su sitio mientras apoya su otra mano en el muro. El metal desgastado choca secamente y emite un chirrido al ser friccionado, pero resiste. Él no puede más que seguir aullando y lijando sus dedos contra el suelo, viendo cómo la puerta y su cordura permanecen al otro lado del vórtice que se cierra tras su paso. Ojalá lo hubiera elegido antes.