Despertó de aquella horrible pesadilla y se percató de que todo era un sueño. No vivía en un jardín inundado de flores y conejos en celo, ni tenía que soportar los alaridos de una manada de niños arrastrándola, jugando con ella a la víbora de la mar.
Se levantó del montón de telas viejas que tenía por cama y se resignó a librar un día más. Tomó seis alitas de hada, tres piernas de gnomo y un trocito de mandrágora muda que puso a hervir en saliva de dragón. Si algo la mantenía viva en este despreciable mundo, era la cocina. Nadie en todo el reino tenía una sazón tan suculenta como la vieja Tábata.
Esperando a que el desayuno soltara ese aroma a troll mojado, que avisa su punto exacto, la vieja miró por la ventana. Una pequeña niña Halfling jugaba con su muñeca de elote. Corría entre los pastizales secos y quebradizos que se confundían con el dorado de sus cabellos; su risita era música que acompañaba aquella danza capaz de hacer sonreír al sauce llorón más deprimido, pero no a la vieja Tábata. “Que niña tan más irresponsable” pensó. “Debería ayudar a su madre en el quehacer en vez de perder el tiempo de un modo tan estúpido”. La niña seguía jugando, lanzaba a la muñeca hacia los aires y luego la atrapaba entre sus brazos. Iba de arriba a abajo, de abajo a arriba, y los gorriones se preguntaban si era alguna ave exótica que las visitaba desde un reino lejano. De pronto, la felicidad se esfumó. La muñeca había caído en el jardín de la bruja.
La niña se acercó a él vigilando sus pasos. Estiró lentamente el brazo para tomar la manita de su muñeca, cuando unas garras verdes le arrebataron el juguete para partirlo en dos. Alzó la cabeza y vio los ojos de la vieja calvados en los suyos como agujas en un muñeco vudú, mientras decía con voz muy baja:
–Te he dicho que no te acerques a mi jardín.
La niña salió huyendo en lágrimas. Esa noche, Tábata otra vez perdió el sueño. No sabía