Nos pides que te contemos cómo llegamos aquí, qué fue lo que pasó, qué incendio nos arrebató la cadencia de la sangre en el cuerpo tan joven, qué estruendo calló el embrión que era nuestro cuerpo, tan palpitante. Mentiríamos si dijéramos que no lo sabemos, que el estallido nos tomó por sorpresa. El monstruo estaba ahí, al acecho, y nosotros atravesamos su territorio que también era nuestro porque la tierra no tiene certificado de pertenencia, pero sí -descubrimos bastante tarde- cancerberos que resguardan fortalezas enraizadas en la fuente inextinguible del ansia oscura: el ansia de control, poder y muerte: el ansia milenaria que estremece las entrañas y los huesos y mueve al hombre para imponerse a otro hombre, otro que ha dejado de ser su semejante, otro que viene de hacer su labor // la labor que no le conviene al hombre ansioso//, otro que no mira ni respira con las mismas reglas, con los mismos signos ni símbolos de inhumanidad. Y nosotros, que miramos al monstruo de frente, que no tuvimos manera de escapar al veneno de sus exhalaciones ni al odio de sus fauces, resultamos ser esos otros hombres // niños hombres // y nuestras células y nuestro pensamiento y nuestra sangre // que no compaginaban, que no hacían bien a la suciedad de los hombres ansiosos // debieron convertirse, de pronto, durante el instante de incendio terrorífico, en un hueso más de esa enorme montaña de huesos que sostiene a este mundo para significar la palabra EXTERMINIO, y la idea PELIGRO / PELIGRO / PELIGRO, porque eso significa [significamos] cualquier signo de otredad, de camino ajeno al que dictan el monstruo y sus cancerberos agrios de sangre y desdén por la palabra y el conocimiento que dan libertad a los hombres, a los otros hombres.