"Sí”, contesté, pero no recordaba lo que me había preguntado porque había pasado todo el rato mirando las telarañas del techo y luego a la araña (¡a la mismísima araña!). Mientras, ella hablaba, hablaba, hablaba. Vino con una taza de té de tila y me la extendió. Me di cuenta de que “sí” había sido la aceptación de esa fea medicina. Me la tomé, y eso que las infusiones no me gustan nada. Luego me explicó que el dinero era un problema, que yo entendía, que ella había hecho su mejor esfuerzo... Yo quería pensar en las arañas del techo, pero ya no podía; me estaba poniendo verde, verde y en pocos segundos seguramente iba a explotar.
“¿Quieres azúcar?”, preguntó con voluntad de romper la tensión a nuestro alrededor. “No”, exclamé seco; estaba a punto de llegar a ese estado en el que empiezo a vociferar. La abuela bajó los ojos que tenía rebozados en llanto, iba a comenzar. Mi pulso se aceleraba, las manos me sudaban desmedidamente y mi muñeca comenzó a temblar. La taza comenzó su danza alrededor del plato haciendo un tintineo delatador. “Sé que a ti no te importa mi situación”, sollozó la abuela mientras la sangre se me agolpaba en el cerebro y el sudor frío se convertía en fuego.
“No, no me importa, desde luego ¿En algo te importó que desde la muerte de mi madre no has hecho más que molestarnos? ¿Te importó que una vez que mi hermano y yo salimos de esta casa mi pobre padre se quedó solo? ¿Te importa que nos hayamos ido por no poder soportar más tus reproches, que ahora estemos más solos que nunca?.. No, abuela, tú me has hecho conocer el significado de la palabra orfandad y para mí poco importan tu ancianidad, tu viudez y tu desolación, porque para nosotros eres un verdugo ¡una maldición!”
Sus ojos pequeños y viscosos se movieron rápidamente sumergidos en agua. Su rostro se contrajo y de su boca enorme salieron miles de palabras incongruentes. No la entendía, no nos entendíamos, y
seguramente poco lograríamos esta vez discutiendo lo que siempre terminaba igual.
“Córrelo, dile a mi padre que se vaya, él, al fin, tendrá siempre una casa donde yo vivo, donde vive mi hermano y a ti, ¡a ti jamás volveremos a verte!”. Mi voz retumbaba en las paredes, tiraba los cuadros y se hacía ronca, pastuda y recia a medida que iba hablando; de vez en cuando subía y chillaba desgarrándole los oídos. Mi cara verde se había tornado roja, cubierta de sudor y lágrimas. La maldije más y más y ella, incapacitada para contestarme, seguía balbuceando sin parar eso que yo desconocía. Los ojos le crecieron, el pelo le huyó de la cabeza saliéndole sobre las negras patas. Y zumbaba y zumbaba sin que yo pudiera entenderle.
“Estoy fastidiado de ti, de tus mentiras, de tu falsa entrega de abuela abnegada, de madre sufrida cuando no nos has dado más que problemas”. Cayó al suelo retorciéndose. Algo en su espalda se movía haciendo un horrible ruido vibrante, sentí que me desvanecía de la impresión, pero sólo el té lo hizo. La taza rodó por el suelo y se partió en dos. “Te odio, porque en toda tu vida jamás te has detenido a pensar a quien persigues ¡somos tu sangre!”
No lo debí haber dicho. Aquel gigántico mosquito se levantó del suelo abanicándolo todo con sus alas. Mi voz se hacía delgada y suplicante; no debí haber dicho nada. Corrí hacia la puerta. Al ver que me seguía lancé un grito de dolor que nadie en el mundo se molestó en escuchar y me doblé en el piso. Pasó por encima de mí, me levanté, tomé entre mis manos un paraguas y arremetí contra ella desesperado. Daba palos de ciego, por los aires volaba mi mano que jamás osaba dar en ella. Se fue sobre mí, el asco de mirar sus peludas patas me hizo reaccionar y le di en medio del cuerpo mientras su infinita, infecta masa corporal me abrazaba. Estaba desvanecida, tal vez muerta. Me giré sobre mí mismo y tomé la perilla de la puerta; la giré, la abrí y
cuando puse un pie fuera sentí el aguijonazo atravesarme la yugular. No pude emitir sonido alguno; bebió de mí hasta la última gota de vida; mas antes de caer inerte junto a ella, entendí por primera vez lo que tanto repetía: “mi sangre, mi sangre, mi sangre…”