Cierta mañana despertó. El acto de contemplación de sí mismo ante el espejo del baño, ese simple acto rutinario, ejecutado miles de veces, le pareció revelador. Encontró la revelación en su rostro: la vejez llegó no paulatina, como era de esperarse, sino cruel, súbita como un trágico evento. Nadie espera despertar un día y morir en su transcurso. De la misma manera, él vivió aplazando lo aplazable. Era tarde y no existía argumento ni consuelo que lo convenciera de lo contrario. Llenó la bañera dispuesto a ahogarse en el mar de sus tribulaciones. Entró en ella y cerró los ojos.