Aquel enorme desierto de cristal blanco sumiría en el olvido a quien osara penetrarlo. En la frontera de este paisaje con cielos grises y soles pálidos, se alzaban imponentes como torres guardianas de un largo sueño, las monumentales chimeneas oxidadas de la ciudad de “El Cofre”.
La nariz morena parecía más un trozo de armadura, la carne helada sobresalió de los pardos ropajes que llevaba puestos, cuando alzó la vista hacia el arco negro que marcaba la entrada a la ciudad. ¿Qué era “El Cofre”? Antes de ser este cadáver de ciudad, sabía por las historias de un viejo coronel que había sido la urbe minera más rica del norte. Supo de su apogeo, corrupción, guerra y finalmente: el síndrome. ¿Para él? Sólo un punto negro que había perseguido durante innumerables días de fatiga y que ahora alzaba su metálica forma de caracol, empotrado en el blanco de una de las últimas montañas. Pero más importante “El Cofre” era el refugio de sus presas, criminales dispuestos a exponerse al peligro de esta espiral maldita, con tal de mantenerse a salvo del poder del dinero. Dinero, que lo conjuraba a él; el cazarecompensas.
Subir los escalones era pesado, esperaba que el pago de las cabezas también. Y es que a sus 47 años de edad, ya no era tan fácil como antes. El rifle tosco, la espada larga todavía con su matrícula militar, las grapas de pasta y el viejo revolver oficial (sin contar las provisiones), pesaban bastante. Finalmente entró. A primera vista la imagen que daba el lugar bajo la lúgubre luz grisácea que se filtraba era la de un cementerio. -Un manjar de ruinas- pensó. Las calles de la ciudad espiral dentro de la montaña, iban por tres niveles de terrazas pegadas a ambas murallas del túnel central. En medio de las filas de ruinas, corría un canal que antaño llevaba agua; que no sólo proveía a la población, sino que ayudaba a regular la temperatura interna y descendía a las forjas. El techo, por su parte, tenía una
serie de runas enfiladas que quizá con algún hechizo habían iluminado la ciudad.
Avanzó alrededor de seis horas entre escombros las calles de los últimos dos niveles, en su mayoría colapsados. Caminaría todavía dos o tres círculos que lo separaban del nivel donde estaría el centro. La otra opción más rápida sería tomar el ascensor principal, cuyo único problema era que estaba en línea con las minas donde surgió el síndrome. El coronel le había advertido sobre entrar a esa zona.
Venía por dos presas en específico. Su muerte se pagaba en no menos de un millón de cristales. Uno era un ex general llamado Esperanzo Atér, sabía cosas que no debía. El otro, un noble del cual sólo sabía su nombre: Uliot. Todo era perfecto silencio. Todo salvo un ligero chirrido… ¿Qué era ese ruido metálico?...
Unas piedras resbalaron. Tomó el pesado rifle y entró en las ruinas de una derruida casa aún en pie. Los sonidos venían de la calle derecha, contraria a la casa. Inseguro, decidió asomarse por la entrada de la pared contra la que se recargaba. En la calle avanzaban jadeando y gruñendo alre-
dedor de cuatro personas. ¿Tendrían precio? Sólo eran visibles sus siluetas. Siguieron las marcas de sus botas en el polvo gris yendo a la casa, y luego lo vieron a él. Les apuntó con mano firme mientras aquellos hombres emprendían carrera hacia él gruñendo a menos de diez metros.
El primer disparo fué certero y resonó en ecos lejanos, rápidos. Un segundo disparo, luego otro, no había tiempo; la vida se tornaba un elíxir volátil. Un cuarto tiro, el arma retumbó gustosa. Tres no vivían, mas el cuarto embistió contra él. Se quitó, un culatazo al cráneo bastó para que cayera. Los cuatro hombres yacían inmóviles, pero aún llamaban su atención. Eran flacos, el pelo se les había caído y el semblante de todos dejaba poco de su identidad. Se oyeron rugidos parecidos desde arriba.
El lejano chirrido seguía. Tendría que
subir por el ascensor si quería evitarlos. Antes de irse descubrió que uno de los cuerpos era el del general Esperanzo. No podría negociarle la información ahora. En fin, de cualquier forma, lo hubiera matado. Desenvainó la espada azulada y se dirigió hacia abajo. Tras tres horas de avance y varios pasillos, encontró el ascensor principal ubicado en línea con el centro de la espiral. Descansó. Escuchó gritos adheridos al chirrido que ahora sonaba más próximo. El túnel del ascensor era un negro abismo, pero viendo que la luz gris de la parte superior del túnel no era obstruida por una plataforma supo que tendría que bajar.
Antes no le había preocupado el anochecer, puesto que no caería hasta dentro de tres meses, sin embargo, la noche estaba aquí, esperándolo. Tenía que meterse en la boca de ese ojo ciego, y activar el sello rúnico de subida.
Cargó sus cosas y descendió por la pared. Antes de llegar escuchó ruidos. Tomó grapas de pasta de luz, las lanzó al vacío. Engarruñadas y cubriéndose, dos figuras a cuatro patas gruñeron. Sacó el revolver y disparó antes de que la cegadora luz verde se apagara por completo. Sin oír más gruñidos confió en que el arma encantada había hecho su trabajo y bajó. Tentó el suelo en busca de las runas, bordeó una y un círculo azul de signos se trazó en el suelo, la plataforma se movió… hacia abajo. Había tocado el extremo equivocado, frenó.
Enseguida oyó movimientos a su alrededor. Se quedó casi inmóvil en el suelo, sólo sus dedos buscando ciegamente el signo de ascenso. El chirrido era casi un recuerdo. Escuchó que varias criaturas se agitaban al lado, todos ciegos al igual que él. El círculo volvió a trazarse tras la décima marca. Chillidos y un viaje de subida hacia la luz. Se acercó al borde, algo lo arañó, gruñó y sacó la espada.
Apenas respiró luz de nuevo, en frenesí levantó el metal y soltó corte tras corte. Cada una de esas criaturas dejaba de
moverse una vez que el metal probaba su sangre. Una le trepó la espalda, vio lo que antes había sido una mujer. Esta lo arañó. Un golpe con el pomo y fue a dar al vacío. Finalmente, no quedó ninguna criatura. La plataforma se detuvo. El chirrido ahora suena incesante y cercano.
Salió a un corredor iluminado. Un calvo le apuntó con un rifle, erró el tiro. Él, lo atravesó ferozmente con la espada. Entró en una cámara de piedra cuadrada donde estaban una pelirroja con su hijo, se disponían a gritar, pero él fue más rápido y quedaron inmóviles. En el fondo había una puerta. La tumbó y se arrojó sobre un viejo barbón que, sorprendido, tiró su plato de sopa para no volver a levantarlo.
Llegó a un pasillo que corría a los lados. Enfrente y a cierta distancia vio otra bestia. En algún lado se escuchó el cerrar de una puerta. Fue hacia la bestia que corrió a lo largo del corredor, cuando el animal intentó cambiar de curso la tuvo al alcance, le brincó encima y chocó con algún cristal.
- ¡Detente! ¡Aún estás a tiempo! Puedo curarte si te vas de aquí. ¡Te daré el antídoto! - dijo el monstruo en el suelo, del otro lado del vidrio.
Parecía que el corredor acababa allí.
-¡Por favor! – dijo levantándose a cuatro patas y sin mover los labios.
La cosa se acercó a verle. Le pareció familiar. Era él, su reflejo, se estaba cazando a sí mismo.
La voz venía del otro lado de la puerta en que se reflejaba. Él siguió allí, pero por alguna extraña razón comprendió las palabras.
-¿Qué hice mal?- oyó.
Recogió el revolver y voló el cerrojo. Un hombre delgado y rubio retrocedió. Tras él, una mujer blanca, el rostro lleno de lágrimas, ambos bien vestidos. El hombre correspondía al retrato de…
-¿Uliot?- trató de decir con voz ronca.
Apuntó el revolver con trabajo.
–Sólo hice una cosa mala, es todo, siempre me guié por el código, sólo un error- dijo desesperado retrocediendo. – ¡Fue
sólo un error, por favor!
–Lo siento - le contestó tratando de controlar la mano - yo no pongo las reglas.
Se disponía a dispararle cuando notó, hasta el fondo, a una niña albina en un columpio que había dejado de mecerse y de hacer el chirrido que producía eco en una chimenea. Todo se calló. Ella lo veía asustada. Él, con el arma en la frente de su padre desarmado, sin oportunidad.
-¿Tengo el síndrome?- le preguntó al noble, quien sólo lo miró en silencio.
Había perdido mucha sangre. Allí estaban él, el silencio, la niña, todo lo que le quedaba de humanidad. Ella seguía mirándolo.
Se oyó un disparo.