El ruido lo despierta. Delante de él comienza la pasarela diurna de fantasmas que arrastran sus primeras necesidades, sus mejores deseos y sus vanas esperanzas, hacia el mismo desbarrancadero. Él se sienta, tranquilo, se estira, bosteza y sonríe. Pequeños hilos de oro comienzan a abrirse paso entre la penumbra mientras los espectros se arremolinan en la entrada del subterráneo. Él los observa. Los espantajos se empujan, gritan, exigen que se les abran las puertas, que los lleven más rápido hacia ninguna parte, que se les ponga atención. Él tiene ganas de cagar. Se levanta, lo hace y después observa por largo rato los dos trozos humeantes que aparecieron entre sus pies. Ríe. Ríe por una, dos, tres horas y el tiempo se le va entre la mierda y la risa hasta que las brasas del mediodía lo traen de nuevo a la realidad, con sus zombis que ya no están ahí, que han sido reemplazados por otros exactamente iguales que nadie distingue excepto él. Y entonces un ruido en su estómago le recuerda qué es, dónde hay que ir, qué hay que hacer y él se pone en marcha. Levanta sus aposentos, los guarda en sendos costales y se instala en la entrada del subterráneo. Extiende una toalla y sobre ella trozos de vidrio y sobre ellos él, que camina, da vueltas, brinca y se ríe mientras un letrero a sus pies explica al despistado: “Una caridad por favor, necesito comer, Dios se lo pagará”.