He viajado donde la conciencia es el aliento insensible del cuerpo derrumbado y el frío petrifica los huesos. Veo palpitar a la distancia un gigantesco enjambre de crisálidas de libélula, como luciérnagas multicolores pendientes de las ramas de un árbol negro. Son la pupila ardiente en el ojo de esta noche cerrada. Escucho el zumbar de sus alas rozar mi cabeza escarchada en hielo. Perdí el camino, no sé dónde me encuentro. Soy el quetzal, hijo del bosque de niebla. Escucho al quetzal guardián del bosque de niebla. ¡Viu-Viu! desciende sobre mí en danza ondulante, perpetua en el tiempo y sus murmullos. Las plumas de su cola suben y bajan, etéreas. Cubre mi cuerpo con el suyo y extiende las alas sobre mí. Su calor alimenta al mío. Tengo una visión: quetzales vuelan bajo los rayos del sol a campo abierto. Con plumaje tornasol y suave cadencia, descienden en una lluvia de plumas azules, verdes, amarillas, sobre un campo de sangre. Cubren con sus alas y pechos cadáveres incontables de la raza humana. Manchan de rojo su plumaje, en el pecho, para que la masacre no sea olvidada. Para que la injusticia y el dolor cobren tarde o temprano su venganza. El llanto de la tierra siempre es de sangre y se ofrenda al árbol de la vida. Árbol de Crisálidas que emerge en el centro del jardín de todos los mundos. Cuyas ramas alimentan a los dioses para que el universo pueda seguir existiendo en una espiral agónica donde el sueño, diferente, siempre se repite. Nuevos rostros, nuevos nombres, nuevos mártires. Y cada crisálida en el árbol es una gota de sangre, una conciencia insaciable e inmortal. Porque la conciencia del hombre es el fruto que mantiene en movimiento el universo, el fruto que alimenta la conciencia eterna en su guerra sin tregua a través del tiempo. A través de la muerte la conciencia se expande, crece, se deforma, se transforma y siempre, invariablemente; se repliega de nuevo, se contrae, dilatada, palpitante, sobre la nada, para expandirse
cada vez: diferente. Observé el ritmo del latir del universo en mi visión y lentamente comprendí que observaba la luz del Árbol de Crisálidas. Volví a ser conciente de mi cuerpo de ave y agité las alas. Viu-Viu susurro:
– Soy el guardián del Árbol de Crisálidas. Mi nombre es Viu-Viu. He calentado tu cuerpo con el mío y con ello te he entregado mi vida. Tú eres mi sucesor. Has atravesado el laberinto del bosque de niebla. Tu vuelo te ha traído justo a tiempo. La luz en mí casi se extingue.
– ¿Pero por qué yo?
– Porque no hay nadie más.
– Contestó.
Quise replicar, pero Viu-Viu no escuchaba. Ardía en un rojo intenso y parecía envuelto en llamas. Ascendía volando en espirales hacia el cielo y se reía. Por un segundo la noche se iluminó con un resplandor dorado. Cuando la luz se extinguió, todo volvió a quedar sumido en la obscuridad. Sólo el brillante Árbol de Crisálidas era visible. Vuelo hasta el árbol místico. Miro en el interior de los capullos de libélula que penden de las ramas con luces palpitantes como la respiración de mundos fantásticos, dormidos. Entiendo entonces mi destino. Soy el Guardián del Árbol de Crisálidas. El narrador de historias. El testigo del árbol de las historias. Árbol de las historias que es en sí, el prodigio del universo en marcha. Guardo silencio. Escucho susurrar al árbol… Soy el quetzal en el bosque de niebla.