“Esto comprueba dos cosas ―dijo él mientras ella lo jalaba del brazo tratando de alejarlo de la marea de granaderos que iba arrasando a la multitud que había en el zócalo―: la primera es que no se puede ir contra las leyes”. Y ella volteaba a verlo sorprendida, sin comprender sus palabras ni sus gestos, intentando controlar mejor sus movimientos para no chocar con quienes pasaban corriendo junto a ellos. Pero su novio el bien portado, el “futuro exitoso” que a mamá le parecía tan buen partido, el “estudia por las noches”, el “ya váyanse a trabajar”, se resistía. Y se quedaba mirando de cerca las palizas que daban con toletes, con escudos, a patadas, “los servidores públicos, decía, están para ayudarnos: nosotros no tenemos qué temer si no hemos hecho nada”. Y ella casi enloquecía: el anciano que acababan de tirar se parecía a su padre. Su padre que, si viviera, habría venido a buscarla a la salida del trabajo en lugar de aquel hombre tan “seguro de sí” que su madre admiraba pero que ahora se le hacía tan desconocido.
Fue sólo un instante: su mente se fugó porque entre la multitud le pareció descubrir a “La nena”, su sobrinita la rebelde que tenía perforadas la nariz, la lengua y el ombligo. Pero no la habían dejado ver con claridad porque en seguida fueron derribados varios jóvenes, muchachos casi niños que a pesar de todo no dejaban de gritar “ustedes son pueblo también” o “hasta la victoria siempre” o cosas semejantes, sin que ningún efecto causaran sus palabras en los uniformados que parecían incluso disfrutar de estar golpeándolos.
Cuando ella volvió en sí, apenas dos segundos después de haberse distraído, él ya rodaba por el suelo tratando de evadir algunos golpes, gritando “no soy de ellos”, “yo estoy con ustedes” o incluso “yo voté por Peña”, pero nada aminoraba la golpiza. Ella, sin embargo, no se movía ni intentaba detenerlos, miraba el rostro tumefacto de su novio y