Supongamos el origen –alterna cimiente de todas las cosas-.La luna, bella; cristal de loto en cielo nocturno. La noche –en el principio es siempre noche- barba de estrellas, mural del destino en un valle de oscuranza que toca terrenos invisibles incluso para quien sabe mirar.
Había en ese fondo tejido del ares, inaudita colonia de seres alados, delgados los cuerpos, ágil lanza en el tacto, cada uno ante un cetro –labor designada- rendidos. Así, unos con nube creaban los mares, otros con roca creaban lo bello, inanimada certeza de flor en céfiros, hijos todos de Apolo moldeaban y erguían las virtudes del suelo los cielos y el cosmos para en remolino tajante fundar los designios de la historia. De aquel primer vientre, fueron las hadas las manos y el sueño la arcilla. Grandes montes “eso es mar” verde tiesto, humeante retina de arena, salitre para el desierto “eso es día” ilusa esperanza volando, magia del hada vuelta en antorcha o por berrinche cualquiera ser verso de río o flor en el campo o miel de las cosas o todo, o nada al final. (Imaginen la bruma cediendo linterna al nacer de las formas).
Primer hijo era el mundo y sus múltiples madres las hadas y sus padres los rayos del sol: dedos sobre cumbres doradas, así era el mundo primero; laberinto, alforja, minotauro: idea. En un solo plano habitaba la guerra, el amor y la suerte, si no hubo querella fue porque toda criatura yacía frente a un cetro -labor designada- rendida. Haciendo las unas los troncos del árbol, las otras los frutos, después los paisajes; cuanto ahora plácidos ojos de hombre nos guía fue, en el origen, idea de la forma de un hada. Análoga burla de sus prendas hermosas; son por eso transparentes las aguas, porque fueron así, transparentes y verdes sus alas. Son velocípedas ahora las horas porque fueron sus piernas gacelas y sus vientres llanuras perladas como lo son los segundos inmersos en un día de amor. Una entre hadas cualquiera, ociosa se hallaba
observando. Arriba su manto colectaba luceros, ella, aburrida, guardando debajo rojizos perales que adornan desiertos “¿para qué trabajar todo ésto si es ociosa la tierra y se afea la luna que sólo nos tiene a nosotros? Obtusa es la magia ¡la injurio! si no es de temerse su hechura, si lo creado no es un regalo ¿para qué sirven entonces las plumas estambres y amarras del hado?” Con Hipátia por nombre, hada cualquiera entre hadas, dejó su tarea de luceros y néctar, tomó los pinceles, el lienzo y las tintas dispuesta con ésto a cambiar el curso cansado del hábitat mágico con nueva existencia, distinta, grandiosa donde brillara ese algo que hasta hoy nos deslumbra, tímida copla, abrazo entre abrazos, dislexia que al fin es la vida; el hombre, reflejo en origen de luces y sombras, coronada criatura por el más simple hallazgo; hada entre hadas Hipátia asomó de cavernas lacia escritura del hado, envoltorio de cuerdas con pinceles pintando en su lienzo trazo inconsciente tras línea encantada silueta notoria de hombre barbado (por una extraña ley del infinito, cosa que un hada en su “divino aburrimiento” pinte, cosa que existirá compleja y anatómicamente completa. Así fue y así será y es mejor no cuestionarlo). Puso a este vestido de héroe, dio a sus ojos, diría San Juan “por toda dulzura jamás lo perdido, un no sé qué que se alcanza por ventura” y que bifurca caminos reptando para moler por completo entendido y desplazar para siempre de quien lo mira, constancia perpetua o posible alegría.
Amor. Tenía nuestro guerrero en la tela, la chispa del enamorado y miraba a Hipátia que aún inconsciente en sus aras desnuda terminaba de pintar, con mirada tan ardiente que cuando ésta hubo terminado puesto ojos sobre ojos de la obra, cayó rendida al éxtasis de la contemplación transitoria y festiva de quien sabe esta apunto de perder su única carta importante en un pokar de As. Pero las pasiones son limpios y quietos estuarios hasta
que la realidad las convierte en tormenta. Hecatombe y grito perecen, cosa que el hada no sabe.
Hipátia ahora veía en tan crispado enamorado, la llave muestra de todo final. Dando cuenta de su gran hazaña y a sabiendas de que toda creación maravillosa es desgracia para quien la crea, arrancose el manto cubriendo el lienzo para meterlo luego en hierbas frescas, y olvidarse pues de culpas vanas. Pasaron muchos días hasta la mañana que supuso del mundo lo ahora comprendido. Había sol y otras aguas, las hadas reinas del oriente soplaban monzones hacia el sur, vientos alisios de ciclón mañanero en periferia lunar brotando del beso, la risa, la danza de cuando un ala propina los sesgos y coqueta la manta del hombro desnudo se deja caer.
Tanta fue la calma en esos días, que Hipátia, hada confundida entre felices hadas, dejó en coraza la memoria de aquel cuadro. Ambición infante, mentida bajo hierba en tierra silenciosa; jugando esa mañana con lucero y perales, hasta el monte donde niña quejumbrosa pintó mucho antes al guerrero enamorado. Tal fue entonces la sorpresa cuando en punta de ese monte, monte verde de mentida tierra silenciosa, lucero en la maga creación, se encontraba el fino hombre en carne hechizo, asustando moscardones, tal cual lo hubiese hecho sobre tela su cincel. Más hartazgo no se ha visto, más aun que el de las hadas, junto al manto en lo muy alto, aquel hombre era prueba para Hipátia repetida de que el mundo es como el mar; devuelve ante nosotros lo que es cierto, y es incapaz de hacer salir falsedad entre sus olas.
Es sabido que existencia es vida valiente por sí misma, y que no habita criatura en ningún mundo capaz de verse en realidad. Pudiendo subir al monte para amarse de bravura, hada Hipátia cobarde entre hadas y seres futuros cobardes, dio vuelta en sus pasos dejando aquel hombre espantar moscardones, rojizos perales, crecidos luceros nacientes del día. Un grupo de hadas amigas que miraron la escena, conociendo
la historia pusieron a Hipátia por nombre “Gran lago” y al héroe “Reflejo” que en ese entonces quería decir “Cielo en la tierra, móvil del sol”. Fue así como en el origen apareció la identidad.