“Cadejo”
Por Augusto Quevedo
Santiago era un tipo duro de gustos sencillos. Le encantaban las mujeres, la bebida y la pelea, todo en diferente orden según la ocasión, por lo que era un cliente regular al “Perro Negro”, una pocilga ubicada en medio de la nada, en algún punto de la carretera que conectaba los municipios de Zapata y Temixco en el estado de Morelos. Una región fantasma en la que no había nada más que milpa y unas cuantas viviendas, siendo la pocilga el único atractivo, si es que así puede llamársele a un sitio frecuentado por prostitutas, federales y alguno que otro local que no encontraba otra cosa mejor en la cual gastar su tiempo o su dinero.
Siendo un hombre vigoroso del campo, a Santiago no le importaba regresar por la madrugada a casa, de hecho, una vez entonado o francamente en estado de ebriedad, Santiago recorría los caminos envalentonado, ignorando a los animales nocturnos y otros seres de la noche, percatándose en ocasiones solo de la presencia de un huesudo y pulgoso animal de color gris que parecía encaminarlo a casa.
Aquel hombre sentía una cierta pena por el animal, por lo que a veces solía alimentarlo, aunque algunas otras sentía una franca repulsión por la criatura y le provocaba molestia su presencia. El raquítico animal parecía transmitir una cierta tristeza, soledad y abandono, razón por la que sentía una cierta compasión por él, aunque a veces, horrorizado de sí mismo, podía verse reflejado en este. Cada noche su encuentro parecía inevitable, por lo que se había habituado a tenerlo como una extraña compañía, como si ambos estuviesen conectados de alguna extraña manera.
Cierta noche, Santiago se involucró con una de las prostitutas del Perro Negro, por lo que se dispuso a llevarla a una de las habitaciones destinadas para los encuentros. Sin embargo el alcohol hizo antes de las suyas obligándolo a orinar. Antes que cualquier otra cosa, salió a hacer lo suyo y no tardo ni 5 minutos en
regresar cuando la mujer ya se encontraba en brazos de otro de los comensales, por lo que su orgullo y hombría se sintieron heridos de tal manera que la ira nublo todo pensamiento racional en él.
Furibundo, se lanzó con toda la rabia a matar tanto a la puta como al ladrón que había tomado lo que era suyo. Sin embargo rápidamente fue abatido, recibiendo una tremenda golpiza y amenazas para que nunca –“en su perra vida”- regresara. Santiago tenía que desquitarse con alguien, por lo que al ver a la criatura hedionda lo primero que hizo fue atacarla hasta llenar sus manos de sangre, el pobre animal solo lanzaba chillidos desesperados hasta que después de un rato solo quedo en silencio con la lengua y vísceras por fuera.
Al día siguiente, el dolor de su cuerpo constantemente le recordaba la noche anterior. En su cabeza podía escuchar los chillidos de la criatura. Su orgullo aún estaba herido, pero la había librado, por lo que se fue al campo para tratar de pensar en otra cosa. Una sensación de vacío lo inundó durante el día y después de varias horas, la noche le dio alcance por lo que se encaminó a su solitaria morada. La extrañeza de volver a casa sobrio, después de un largo tiempo de no hacerlo hizo que el camino pareciera más lento de lo habitual. No tenía apetito, ni ganas de dormir por lo que su noche no fue la más agradable y justo cuando el sueño lo invadió, comenzó a tener pesadillas en las que la sangre escurría de sus manos infinitamente.
Santiago continuó teniendo pesadillas violentas, ahora se veía perseguido por una jauría de sombras con grandes fauces y garras filosas que parecían darle alcance justo antes de despertar, por lo que poco a poco fue teniendo miedo de dormir. Lentamente fue perdiendo peso, ya que apenas comía y poco a poco comenzó a descuidar su imagen y sus labores. Sin darse cuenta su cabello se fue encaneciendo. Después de haber sido un tipo corpulento, ahora se veía flaco y demacrado.
Cierto
día, comenzó a percatarse de un olor fétido que lo acompañaba a todas partes. No era el olor de la suciedad de su cuerpo, sino un olor a podredumbre, incluso a veces sulfúreo, como si el infierno estuviera tras de él. Comenzó a tener alucinaciones auditivas en las que escuchaba como si algo o algún animal rascara un agujero para meterse en su cabeza. El sonido pasó de ser ocasional a formar parte de su cotidianidad. Había perdido totalmente la razón.
Poco a poco perdió todo contacto con humanos y, por lo tanto, el interés por hablar. Pasaba los días deambulando por la naturaleza, durmiendo donde le diera en gana durante el día para poder permanecer en estado de alerta durante las noches. Su humanidad se había perdido.
Sus uñas y el bello facial habían crecido desmesuradamente, dándole la apariencia de una bestia, a veces de un simio, a veces de un perro. Ya como una entidad no humana, prefirió una postura encorvada, casi cuadrupeda y comenzó a cazar pequeños animales para alimentarse, aunque esencialmente se volvió carroñero.
Después de algunos años, la disminuida criatura comenzó a frecuentar las carreteras, pese a guardar una distancia pertinente con los humanos, ciertos caminos le provocaban curiosidad para recorrerlos, hasta que en una de estas caminatas, se encontró con un humano, grande y fornido, el cual le dio algunos pedazos de pan, así que se dispuso a seguirlo. Después de varios encuentros con este hombre, ya fuera por conveniencia o por una cierta empatía que sentía por este, la criatura decidió que este podría volverse un amigo.
Augusto Quevedo, 2020