Él nació bajo el séptimo símbolo sagrado. Estaba destinado a proteger a los demás, guiado por la tutela de su tonalli. Su nombre es Bruno. Es el menor de la familia. Mi “shuncu”. Siempre se perdía observando a los visitantes del parque Huayamilpas, mientras tarareaba música de protesta, algo de unicornios verdes que se pierden. Siempre soñando despierto. Me recordaba el mito de la creación de los elementos, del dios Cocijo, subestimado por ser pequeño, hasta que inventó el trueno que alumbro la tierra e hizo que los hombres dejarán de pelear.
En el Istmo de Tehuantepec, lugar que me vio nacer, aprendí las propiedades curativas de las plantas. Quizá por mi tonalli, perteneciente al octavo símbolo sagrado, cuidador de la tierra. Cuando me mudé a la ciudad de México, descubrí que muchas personas estaban llenas de energía negativa que los enfermaba. Yo solo trataba de ayudarlos. Llevaba a Bruno conmigo. Quería que aprendiera a protegerse para cuando yo partiera del mundo terrenal, porque él estaría a merced de Pitao Pezeelao, dios de la muerte que ronda los parques y adopta distintas formas: ora de zanate, ora de un perro negro. Pitao Pezeelao poseyó a mi hijo, asesinó a su esposa y huyó antes de hacerse cargo de su vástago. Cuando Bruno, mi nieto, era pequeño, se encontró con este dios terrible al salir de sus clases. Como no regresaba salí a buscarlo. Lo encontré en el parque de las Huayas, dentro de un árbol junto al lago. Estaba lleno de rasguños. balbuceaba —¡abuela! el perro, no, el hombre, eso… me persiguió y después se transformó—. Esa noche se le metió el muerto a mi pequeño. Le preparé una bebida con romero, mirto y albahaca. Le agregué chocolate, para quitarle el mal sabor. —¡Abuela, esto sabe horrible..! No funcionó.
Bruno olvidó el encuentro de ese día, pero cuando la diosa Meztli, la luna, baja a ver a su amado Cuetlachtli, el lobo, y desaparece del firmamento, Pitao Pezeelao vuelve a
buscarlo. Lo acecha detrás de las sombras. Decidí regalarle un dije con forma de venado, hecho con madera de copal. —Siempre llévalo contigo, los seres malignos no podrán verte. El solo torcía los ojos y murmuraba: —Son supercherías de mi pueblo.
—¡Majadero! —le gritaba, pero no era nada que no solucionara una cachetada. —Deja de repelar y recuerda que nada bueno sucede después de la medianoche. En especial en los días sin luna debes encerrarte. Apagar las luces. No hacer ruido, de lo contrario… —Sí, ya sé, abuela. El demonio entrará a la casa, decía con tono de fastidio.
Abandoné este mundo antes de que Bruno cumpliera 20 años, pero no a él. Un día lo invitaron a celebrar el aniversario del lugar donde trabajaba. Él nunca iba a fiestas así que solo hizo acto de presencia y en breve anunció su partida. —Gracias por la invitación, pero el transporte se vuelve escaso y ya falta media hora para la medianoche.
Llovía a cántaros, pero no se escuchaba ningún trueno, ni se veían rayos iluminando el firmamento. Llegó empapado. Se cambió de ropa y pensó en leer algo. Mientras revisaba el contenido del librero, de reojo notó que algo pasaba por la ventana. Trató de ignorarlo. Fue cuando su vista se fijó en el calendario que tenía en la repisa. En él se leía “primera fase lunar” debajo del dibujo de una luna blanca. Se cercioró de que la puerta y la ventana tuvieran puestos los seguros. Miró el reloj: era casi la medianoche. —¡Pendejadas! —exclamó en voz alta. Apagó la luz de la sala y encendió la lámpara de noche en su habitación. Un trueno estalló en la distancia, seguido de un golpe fuerte en la puerta principal. —Debió ser el trueno que cimbró puerta, —pensó para tranquilizarse. En respuesta escuchó ahora golpes desesperados. «¿Quién chingados será a estas horas?» Sí apago la luz tal vez se vayan. Eso pensaba cuando de nuevo escuchó una ráfaga de golpes en la puerta que amenazaban
con tirarla. —¡Abuela! ¡Abuela! ¡Abuelita! —gritó Bruno. —No pude soportar ver así a mi shuncu. —Quédate callado, le susurré. Los golpes se detuvieron en seco. Sus músculos se relajaron. Entonces un nuevo ruido lo sobrecogió: el seguro que la mantenía cerrada se deslizo y la puerta se abrió de golpe. Sintió el aire gélido colarse en su cuarto. —¡No seas puto, Bruno! ¡Esto no es real! —se dijo con falsa valentía. Se levantó de la cama y alcanzó el picaporte para encerrarse. Del otro lado se escuchaban pasos pesados acercándose. —¡Llévate lo que quieras y vete a la chingada! —Del otro lado una voz gutural contestó —Lo que quiero es a ti. Bruno buscaba un objeto para defenderse cuando la puerta se vino abajo y con ella sus esperanzas de que fuera un ladrón y no Pitao Pezeelao. Un olor a lodo llenó el ambiente. La peste se desprendía de un ser de altura incalculable parado debajo del marco de la puerta. Tenía patas y garras afiladas en lugar de manos. Ojos brillantes y cabeza de coyote que exclamó: —Debo alimentarme de ti. Apenas dijo eso se abalanzó sobre mi nieto que estaba paralizado. Bruno sintió la respiración de la criatura que estaba a punto de hincarle los dientes en el cuello. Mi muchacho no reaccionaba. El miedo lo hizo gritar. Su cuerpo se defendió por instinto. Sus músculos palpitaban. Se transformaban debajo de su piel. Ahora tenía fuerza suficiente para sostener el peso que le caía encima. Sus uñas se afilaron. Sintió como su cara cambiaba. Todos sus sentidos se acentuaron. Hundió sus nuevas garras con rapidez en el cuerpo de Pitao Pezeelao, que empezó a sangrar y a retroceder. —¿¡Cómo es posible!? — Exclamó el dios al verlo como su igual. Bruno se abalanzó sobre él. Mordió su pierna izquierda y le arrancó un pedazo de piel. Pitao Pezeelao lanzó un alarido y huyó hacia el vacío de la noche.
Con respiración agitada Bruno se levantó. Fue al baño y miró horrorizado en el espejo
la transformación de su cara en la de un lobo, de ojos negros grandes y vidriosos. El hocico con colmillos afilados y un pelaje gris con negro. «¿Qué me sucede?» pensó mientras observaba que su cuerpo escuálido ahora tenía grandes músculos. —¡Qué chingados me pasa! —le gritó a su reflejo y echó correr para buscar el dije del venado que le di cuando era niño. Lo puso entre sus manos sintió cómo le quemaba. —¡Abuela, ayúdame!—, gritó antes de caer al piso desmayado.
Cuando despertó, Bruno intentó recordar qué pasó. En su mano tenía una quemadura, como única prueba de la lucha que creyó imaginar. En el cajón donde estaba el dije encontró la nota que le deje antes de morir. Eres un ser de luz, no lo olvides. Lleva el dije siempre contigo.
Los días pasaron, cuando él sentía que iba a transformarse se aferraba a la figura del venado, así su instinto se calmaba, sin embargo, cuando la transformación era inevitable Bruno salía a cazar a su padre para evitar que hiciera más daño a los visitantes del parque, pero el dios Pezeelao es sabio y escurridizo, por lo que mi shuncu ahora sabe que lo mejor es asustar a los transeúntes, guiándolos a las diversas salidas del parque Huayamilpas que tratar de ponerle fin a la muerte.