Podía sentir la tensión creciendo en la danza de los algoritmos que daban textura al aire virtual que lo rodeaba. Oculto bajo un manto de tela raída, Balam esperaba repantigado sobre el pináculo de la torre poniente de la Catedral Metropolitana. Ante él se desplegaba el intrincado paisaje urbano de la ciudad de Neo-Tenochtitlán. A sus pies, la plaza del zócalo podría haber sido idéntica a la de la antigua ciudad de México, pero por motivos comerciales y turísticos los administradores habían decidido recolocar el mercado del Parián en su lugar original, y al sureste se elevaba la granítica y colosal mole del Templo Mayor.
Desde la distancia, Balam podía ver las masas de usuarios o “avatares” apiñándose detrás de las vallas de seguridad en las bocacalles de 20 de Septiembre, Madero, 5 de Mayo y Tacuba. Toda la plaza estaba acordonada, así como las manzanas detrás de la Catedral. El intruso informático seguía en el interior. Unas horas antes había armado un gran revuelo asustando a los usuarios que turisteaban por el lugar, ahora lo tenían acorralado. El grupo de operaciones especiales esperaba en el atrio con las armas preparadas. Desde el servidor se habían bloqueado todos los accesos con excepción del portón principal. La intención era obligarlo a salir por ahí. En todo caso, eran conscientes de que el intruso podría hacer de nuevo sus malabares de hackeo y escabullirse. Pero para eso habían llamado a Balam.
El comandante del grupo abrió un hilo de conversación que apareció en su campo visual. “Entraremos ahora. El infeliz terminará rompiendo los candados y escapando por alguna terminal oculta”. “No tiene intenciones de huir”, respondió Balam, “En realidad, se está impacientando allá adentro”. “Entonces entra de una vez a por él”. “Claro, en cuanto reciba la notificación del depósito”.
Seguramente los dueños de la compañía Happylife, propietaria de la Comunidad Virtual, no estarían nada
contentos con la cantidad que había pedido esta vez, pero sabía que les agradaban aún menos los continuos asaltos de los intrusos informáticos, o hackers, como creían ellos. Capaces de romper todos los códigos de seguridad, imprimir sus propios algoritmos en el lenguaje programático del sistema y controlarlo adoptando cualquier forma. El temor era que alguno terminara contaminando también al servidor y lograra llegar a las matrices cuánticas, donde se almacenaba la información de los miles de millones de usuarios a lo largo y ancho del planeta: cuentas, datos privados, incluso información empresarial y gubernamental de la más alta confidencialidad. Sería una verdadera catástrofe.
En cierta ocasión el comandante le había confesado la sospecha, que en realidad tenía casi todo el mundo, de que los intrusos informáticos eran miembros de los “rojillos”, como ahora se les llamaba despectivamente a las comunidades que se oponían al proyecto de Neo-Tenochtitlán. Y es que para mantener optimizada su inmensa plataforma virtual, la compañía había invadido los cielos desplegando una vasta red de satélites que permitían aumentar la velocidad de conexión y reducir al mínimo el tiempo de respuesta de la web. El problema era que el firmamento nocturno había desaparecido tras esta red tecnológica, lo que había terminado por perturbar la vida tradicional de dichas comunidades, pues sus fiestas, ceremonias y rituales se basaban en antiquísimos calendarios astronómicos.
“Inconcebible, ¿verdad?”, le había dicho el comandante en aquella ocasión, “que aún en nuestros tiempos tengamos que seguir lidiando con estas viejas superticiones que frenan el progreso”… Para Balam era una lástima que el comandante pensara así, después de tantas misiones conviviendo juntos, no podía negar que el hombre tras aquel avatar le agradaba, quizá demasiado.
Había dejado vagar su mente, y para cuando sintió la alteración en los algoritmos ya fue
demasiado tarde para advertirles. La enorme puerta reventó hacia afuera en medio de un crujido ensordecedor, y fue como si la Catedral escupiera desde sus entrañas una noche tempestuosa. La monstruosa serpiente alada, oscura, inmensa, con espesas crines sobre la cabeza e increíblemente veloz, se lanzó contra los agentes. Ninguno tuvo el valor de disparar sus armas antivirus. Algunos huyeron, otros simplemente se desconectaron y sus avatares desaparecieron.
―¡Madre de Dios! ―gritó el comandante saltando a un lado mientras la serpiente derribaba el enrejado del atrio y se dirigía hacia la plaza. Más allá las multitudes de usuarios seguían contemplando boquiabiertas el espectáculo.
“¡Ahora, Balam!”, mensajeó el comandante. Pero Balam se mantuvo imperturbable en lo alto de la torre. “¡Carajo!”, y registró el hilo privado que el comandante establecía con los administradores. Segundos después recibió la notificación de la transferencia, una cifra de muchos ceros en criptomoneda.
Balam se dejó caer de la torre. Saltó de una cornisa a otra y de un friso a otro. El manto se desgarró y disolvió y el enorme felino de pelaje dorado y moteado aterrizó en el atrio. Sin perder tiempo, echó acorrer en pos de la serpiente. Media docena de largas zancadas le bastaron para darle alcance a mitad de la plaza. Se abalanzó con las garras por delante. El Tzukán se revolvió con agilidad y un negro torbellino envolvió a Balam. Sintió las mordidas y los colmillos aguijoneándole por todo el cuerpo, pero él también tenía colmillos, y sus zarpas se movieron como el rayo desgarrando escamas y el vientre blando. Justo cuando el Tzukán ya batía las enormes alas de murciélago para emprender el vuelo, logró abrirse paso hasta las crines de la cabeza y empezó a recitar un mantra en la lengua de sus antepasados. Casi de inmediato la serpiente entró en trance, luego su cuerpo comenzó a deshilacharse en negros filamentos vaporosos que finalmente se
desvanecieron.
―Regresa al sueño del inframundo, Tzukán ―murmuró Balam. Esta vez, padre Kukulkán le había puesto las cosas difíciles.
Para cuando el comandante le dio alcance, Balam ya había recobrado la forma de un hombre embozado bajo el manto raído.
–¿Pudiste localizarlo?
Balam le mandó a través de un mensaje una dirección domiciliaria. “Ahí tienen a su hacker”. y sin más el avatar se esfumó.
El comandante esperó unos segundos. Luego se comunicó con la unidad de ciberseguridad. “¿Lo tienen?”. “Nada, señor, lo sentimos. No sé qué tipo de cortafuegos utilice, pero es imposible rastrear la terminal que utiliza”.
―¡Maldito, cabrón!
***
En la penumbra absoluta del cuarto, K’ay Nicté intentó levantarse apenas recuperó el dominio de su cuerpo, pero de inmediato sobrevino la náusea y tuvo que arquearse para vomitar los remanentes de la infusión de ayahuasca y peyote. Pese a los años transcurridos, aún no lograba acostumbrarse a los efectos secundarios del desdoblamiento astral.
Mientras dejaba pasar la desagradable experiencia, la chica se consoló imaginando la frustración de los agentes. Ningún algoritmo espía era capaz de detectar el aura de un nahualli, y aunque pudieran rastrear las transferencias de criptomoneda, esto sólo los llevaría a cuentas abiertas en un paraíso fiscal por personas inexistentes. Nadie podía reclamar ni hacer uso de ese dinero, el dinero no importaba. Y aún más frustrados se sentirían cuando acudieran a la dirección que les había dado y encontraran un departamento vacío. Algo de lo que no podían culparla a ella.
Al cabo de unos minutos fue hasta el escritorio y abrió su viejo ordenador portátil. El dispositivo tardó un poco en conectarse, pues usaba antigua tecnología 4G, ahora casi obsoleta; razón por la que su actividad era prácticamente invisible al Big Data. Tuvo que esperar otro largo rato en lo que iniciaba la videollamada, hasta que en la pantalla
apareció un rostro moreno y pixelado, al fondo se adivinaba la espesura agreste de una selva. El hombre le sonrió.
―Bix a beel, K’ay Nicté.
―Ma’alob, hermano ―ella también sonrió―. ¿Y ustedes? ¿Pudieron conseguir algo?
―Las actualizaciones del sofware volvieron a cerrarnos el paso, pero terminaremos encontrando una brecha en la configuración, mientras sigas distrayéndolos como lo hiciste hoy. Cada vez nos acercamos más al momento en que caigan los opresores. Seguimos resistiendo, hermana Nicté.
―Seguimos resistiendo ―respondió ella, y se permitió soñar con aquel momento. Cuando el sistema operativo de los satélites fuera vulnerado, bastaría un solo click para que aquellos infames zánganos tecnológicos que infestaban la noche rompieran su órbita y se precipitaran ardiendo en el ceno de madre Tierra, como una majestuosa lluvia de estrellas fugaces.