Astarté
Por Ana Ruíz García / Silent_Natasha
A la mañana del tercer día me encontré con que el suelo estaba suficientemente seco como para caminar con soltura, algunos rayos de sol penetraban las rendijas del recinto y desde mi altura miré un techo alto con figuras curiosas talladas en las columnas que le sostenían; parecía todo tan nuevo y a la vez su atmósfera parecía de antaño.
Pese a la lobreguez atisbé numerosos montículos a mis pies, algunos tan largos como anguilas, otros podrían ser rocas descansando en el cobrizo tono de los suelos, el mismo tono que cubría la desnudez de este cuerpo. Aromas dulces, combinados con el de las velas hacía tiempo apagadas, apaciguaron mi creciente pánico, las sombras se movían acusantes, ellas conocían el motivo de mi presencia ahí y sin embargo las sombras se negaron a responder la interrogante de mi rostro.
El mundo, el tiempo, el silencio se confabularon en mi contra y el vértigo me recostó con brutal espasmo en la roca. Las noches anteriores y los hechos transcurridos antes de este despertar lucharon para emerger del recuerdo.
En el seno de la oscuridad eterna, ahí donde los hombres de ciencia nos han encarcelado, plácidamente dormía y soñaba con los tiempos en que mi nombre era sinónimo de gloria y espanto, belleza y mortandad; revivía en mis adentros las hazañas que los sacerdotes cantaban al pueblo, las batallas y penurias que ensalzaban a mí y al resto de mis hermanos.
Los aromas de los hornos engullendo nuestras ofrendas entre las alabanzas y lamentos de los sacrificios despiertan una melancolía y encono extraño, cansino hacia aquellos que poco a poco negaron a nuestra estirpe los honores por milagros correspondientes a las manos celestiales.
El olvido de los infieles llegó poco a poco y nosotros presenciamos la caída de las rocas talladas con la incredulidad de quién ve la vida partir sin previo aviso. Aún así nos negamos a desaparecer, mas el hombre
culto y el dios autoritario nos persiguieron hasta que algunos de los nuestros desaparecieron en el infinito, mientras, otros decidimos permanecer a la espera de la restauración del justo equilibrio.
Ignoro cuántas eras han caído sobre la Tierra desde ese entonces y desconozco los motivos de las caóticas escenas que golpean mi mente. Este recinto lo veo iluminado, el calor se incrementa a medida que los cantos elevan sus tonos, el sudor de mil cuerpos combinados con la necia presencia de los inciensos; extraña combinación complementada con una rara especie que incita al furioso despertar.
El espanto gobierna sobre mi sorprendido espíritu; algo, alguien, algunos osan alejarme de la oscuridad, procuro asirme a su abrazo, se derrite entre mis dedos transparentes. Tacto, he sido arrancada del refugio para sentir el dolor de una invasión, un espíritu menor intenta defender su pequeño terreno en el mundo sin éxito, una vida engullida y de nuevo siento el calor de un cuerpo, mío ahora.
Silencio, quietud, ojos desorbitados, cabezas inclinadas a mi paso, no doy crédito a este espectáculo. Mis estatuas casi destrozadas yacen en un templo impío, observo sus grietas, lloro por mi rostro desfigurado. Cuando giro para observar el resto, la multitud rompe en gritos de algarabía, los cuerpos que antes se dedicaban a tocarse ahora se lanzan en pos del mío, sus manos arañan mis nuevos miembros, sus lenguas profanan mi nueva boca. Todos buscan hacerse de una parte, me sofocan y el pánico cede paso a una ira que arrasó a la muchedumbre durante dos días.
Dolor, sed, una voraz sed que ciega mis pensamientos.
Una lluvia de carne y sangre cayó sobre los que trataron de huir, un carmesí mar salvaje revolcó a unos cuantos contra el rostro de roca hasta dejar solo un amasijo de rojo vivo, y con su benigna oleada empapó a este ser que buscó ser purificado con desespero, colmó una sed por eones adormecida.
Hay seres cuyo exilio no deber ser
interrumpido; esos montículos que antes respiraban, esas anguilas que los complementaban y la sangre seca que adorna esta cámara dan testimonio del castigo, porque el mundo se atrevió a conjurar a una entidad de eras muertas, la condena por este retorno fue la masacre y su sangre el alto tributo por pronunciar el nombre venerado por vetustas lenguas: Astarté