El labio me está sangrando, las extremidades me tiemblan y el cuerpo me da respingos de celeridad, tengo la respiración agitada. Las costras comienzan a caer sobre la almohada conforme las retiro con los dientes, mordiendo sus orillas. La sangre pronto brota de mi brazo y se mezcla con la sangre de mis labios, la saliva hace lo propio. Trato de tragar todo lo que puedo, no quiero manchas en las sabanas, así que repaso mi lengua por las heridas, llenándome de un gusto añejo y metálico. Afuera, el perro no deja de ladrar, pronto se le unen los perros de las casas aledañas y comienza una serie de gañidos en toda la calle. Grito una entonación sin sentido para silenciarlo, pero no hace sino ladrar mas desesperado, si no guarda silencio tendré que salir a lamerlo a él también. Omito los ruidos del exterior y me centro en seguir retirando las costras de mis dedos, teniendo cuidado en no derramar ni una gota de saliva. Cuando termino de limpiarme bajo de la cama y camino hacia la puerta, nuevamente gruño, maldiciendo mentalmente la cerradura que me confina en el cuarto. Entonces es cuando recuerdo la ventana de la habitación, Lanzer la deja abierta todas las mañanas. Subo al marco y hecho un vistazo al pasto verde, inclino mi cuerpo hacia adelante y salto, mi cuerpo se adapta de manera fácil a la caída y logra acomodarse antes de tocar el suelo, en cuanto caigo, salgo corriendo hacia los arbustos, tratando de esconderme.
Deben ser ya las siete de la noche, el cielo toma un color ocre y las nubes se tintan de un rosa incómodo. A lo lejos puedo escuchar los violines del centro cultural de Relt, vibrando sus cuerdas y rompiendo mis tímpanos con sus torpes ensayos. Paso de largo por la avenida, sin cuidado de los autos, y subo al tejado de una vieja casona de estilo gótico cuyo énfasis reside en la sombra que proyecta sobre la acera caliente. La luna luce caprichosa detrás de ella, iluminando cada centímetro del tejado, el otro lado de la ciudad aún
se encuentra bañado por los últimos rayos del atardecer. Las costras vuelven a sangrar por el esfuerzo de subir, así que me tomo mi tiempo para limpiarlas. Pronto una sensación de felicidad me recorre el cuerpo y comienzo a entonar una bella canción a todo pulmón, una mujer que pasa por la calle gira la cabeza hacia el tejado y me observa cantar, extrañada de la altura que he decidido escalar. Se queda un rato ahí mirándome como estúpida, le devuelvo una mirada arrogante y un bufido, para después seguir entonando. Se fastidia y decide seguir por su camino, a lo lejos siguen sonando los violines, un poco más afinados, pero igual de erráticos. Escucho abrirse la ventana bajo de mi de manera apresurada. Un hombre asoma la cabeza y me descubre a media escena de ópera, grita algo que no logro entender y me arroja lo primero que encuentra a su alcance; un pedazo de fruta, un hueso de durazno, según me entero al recibirlo de lleno en la cabeza. El hijo de puta me ha dado entre los ojos, así que bajo tan rápido como puedo, con la cabeza chorreante de sangre y la vista borrosa. Consigo de milagro pasar sobre los tablones que conectan los tejados sin caer y me escurro por una ventana abierta. Giro para dedicarle una mirada de odio al cabrón, pero ya no está. Puedo verlo a través del cristal de su casa, sentado en el sofá mientras bebe de una lata y mira el partido, inculto de mierda. Me dejo caer en el suelo de madera de la habitación y paseo la mirada por el pasillo, decido atravesarlo para encontrar una salida, siempre con cuidado de que no me vean. Entro en lo que parece ser la sala de estar y encuentro la puerta de la cocina abierta, luce como si no hubiese nadie en casa, salto sobre la repisa y me siento junto al frutero, el olor de las naranjas llena el sitio. Revuelvo entre las manzanas y las toronjas hasta que encuentro una bolsa llena de arándanos en el fondo del frutero, aplastados. Tomo la bolsa y la pongo entre mis dientes cuando escucho la
puerta del recibidor abrirse, otra mujer. Ésta me mira por menos tiempo y grita de manera tan aguda que me causa sobresalto, corro en dirección a ella y me lanzo al ataque, la mujer pega un segundo grito y se tumba en el suelo, cubriéndose la cara con las manos y el cabello, ridícula. Aprovecho la situación y salgo por la puerta principal, todavía con la bolsa de arándanos en la boca. Bajo las escaleras y antes de estar a dos pisos del suelo salto hacia la calle, la sangre sigue chorreando y deja detrás de mi un rastro escarlata, me siento mareado.
Trato de ubicarme y encuentro la torre depósito de la ciudad, iluminando el cielo pardo con su gran luz a modo de faro, dirijo mis pasos en dirección a ésta y pasados unos minutos me encuentro de nuevo en el centro de la ciudad, desde ahí tomo la avenida principal y sigo caminando hacia la intersección con la Tercera Avenida, doy vuelta hacia la derecha y dos cuadras mas allá entro en un callejón. La luz verde neón me recibe, iluminando un cartel que reza Furtz en una lamina de aluminio vieja y corroída. Toco la puerta con la palma llena de costras, rascando la caoba y pintando surcos sobre el barniz. Lanzer me recibe en el umbral, me mira con expresión cansada y da una calada a su cigarro.
—Tienes visitas, Hadley.
Paso a un lado de él, sin importarme que me haya invitado a entrar o no. Had me mira con sorpresa en los ojos y puedo notar el brillo de las lagrimas, me abalanzo sobre sus brazos y le tiendo la bolsa de arándanos, ella apenas repara en las manchas de sangre, respira de manera abrupta antes de romper en llanto, yo me froto contra su pecho y le dedico una palabras que no entiende, pero responde con una sonrisa entre lagrimas y una risa de niña tonta.
—Me trajiste un regalo —admira ella y toma la bolsa con ambas manos, yo me recuesto a su lado, en el suelo. Ella se arrodilla y me dedica unas suaves caricias— . Eres el mejor gato —y rompe de nuevo en llanto antes de
meterse un arándano en la boca.