Brenda Conde de 27 años y su sobrina Kalantán Conde de 24, psiquiatra y psicóloga respectivamente adscritas al Hospital General del Seguro Social de Tulancingo, Hgo., ambas agraciadas de rostro y cuerpo (la sobrina de menor estatura), cubrían el turno de la mañana. Las jóvenes profesionistas comparaban sus sueldos raquíticos con los asignados a los mandos medios y superiores no médicos del Seguro Social y se sentían defraudadas ¿para eso tanto estudiar, tanto auto calentamiento de cabeza? El reparto del pastel nacional les parecía inicuo, ellas deseaban y merecían más, mucho más. ¿Pero, cómo salir de pericas perras? Con sus profesiones respectivas no por lo visto, no; quizá la solución podría ser meterse a la política o a putas de altura, entre uno y otro oficio no existe ninguna diferencia apreciable se consolaban una a otra, eran como bellas durmientes que transpiraban un sueño erizado de lumbre desprendiendo centellas y astros inalcanzables. A Kalantán le llegó un paciente joven, aspecto típico de la etnia otomí hidalguense; vestía pantalón azul de mezclilla, camisa de algodón a cuadros donde predominaba el azul y chamarra con el emblema del equipo “Pachuca” de futbol. El médico familiar lo había destinado a la sección de psicología. Antes de entrar en materia, el paciente puso su reloj pulsera sobre la mesa y no separó la vista del objeto. Contestó el formulario usual, nombre Rutilo González, edad 20 años, soltero, oficio soldador, escolaridad hasta secundaria completa. ¿Qué le sucedía al tepuja? —Creo que, desde los siete años he matado a mucha gente, algunos parientes, para comenzar la cadena —confesó con voz menuda, trémula y azogada. —¿Cuántos serán? —preguntó la joven psicóloga creyendo hallarse ante un mitómano. —Unos trece. Soy asesino serial. Y grueso. —¡Vaya, nada más trece! ¿Cómo ha sido? ¿Qué tipo de arma usas? —Kalantán iba grabando las respuestas en un minúsculo
aparato digital, no para estudiarlas posteriormente, sino para justificar el rechazo clínico de quien suponía en vista de las respuestas, uno de esos mitómanos fastidiosos, cagantes. —No he usado ningún arma —aclaró muy serio el tepuja— la mitad parientes, la otra mitad amigos. Están bien fríos los trece. Kalantán diagnosticó inmediatamente una fijación mental patológica denominada mitomanía, gente escapada de la realidad. Pero también podría ser que el muchacho quisiera burlarse de ella, tal vez fuese una de esas personas que tienen el prurito de mofarse de sus semejantes. Primero charreó al médico familiar y ahora era su turno. Decidida por la segunda hipótesis, planeó voltearle la tortilla. No obstante, no le notó al paciente ninguna chispa burlona en los ojos, ninguna sonrisita pícara, al contrario, veía nerviosamente su reloj colocado a pocos centímetros de los ojos. El chico la desconcertaba un poco. Prosiguió el interrogatorio tanteando cautelosamente el terreno: —¿Cómo sabes que tú los has asesinado, si no usaste ninguna arma? ¿Los empujaste a la vía del tren, los arrojaste desde un precipicio o azotea, los tiraste a la laguna? ¿O quizá soñaste que los asesinabas? Se me hace que tienes muchas pesadillas. —Nada de eso, nunca los toqué, se murieron solitos. Y nunca sueño. —¿Entonces, por qué piensas que tú los mataste si se murieron solitos? —Porque murieron por mi causa. Kalantán pensó que el paciente se estaba pasando de la raya, quería sacarla de quicio, pero no iba a ceder en su juego, le daría el avión: —¿Cuál fue esa causa? —Platicaron conmigo durante nueve minutos y trece segundos como mínimo. No quiero que le pase a usted lo mismo, llevamos hablando ocho minutos y medio. No puedo seguir contestando sus preguntas, tengo que irme. Dígame cuando puedo volver a verla. —Espera, espera —pidió, más bien ordenó la psicóloga, pero el muchacho ya había recogido su reloj y
caminando hacia la puerta, antes de salir, dijo: —¿Para cuándo me da otra cita? La psicóloga tentada estuvo de negársela, pero la actitud penosa del joven empecinado en mostrarse como un asesino serial arrepentido la indujo a decir: —Para mañana, a la misma hora —contestó y le dio una nota para la ventanilla de citas, a veces surtidora de esperanzas, como soles, en otras ocasiones de escarchas en tolvanera. El soldador se alejó meditando lo dicho. La meditación era una costumbre inherente a su carácter, la practicaba desde muy niño y tal hábito lo había hecho retraído, no le agradaba platicar y por eso su padre, haciendo gala de ingenio, lo apodó “El Callao”. Callado, sí, pero no era zopenco, merolengo ni pazguato. Se hallaba a disgusto consigo mismo por no haber estudiado más allá de la secundaria debido a la pobreza familiar, su padre albañil, su madre costurera, cinco hijos en total, como hijo mayor se vio obligado a buscar empleo, era uno de los millones de ahijados del FMI inducidos por éste a dejar la escuela y lumenizarse. En la secundaria técnica aprendió el oficio de soldador, primero consiguió trabajo en una herrería, después en la fábrica de textiles “La Aurora” donde su sueldo mejoró aunque no lo suficiente para satisfacer sus ambiciones. Él deseaba llegar a rico, aunque por lo pronto no veía el sendero adecuado para serlo. Ser millonario… ¿arrastrando ese lastre de los muertos por su causa? Difícil, muy difícil, casi imposible, el FMI se lo prohibía. No se imaginó que, hasta el momento, la bonita doctora no lo había tomado en serio. Fue ahí en busca de ayuda médica, no podía seguir así, por eso solicitó consulta con el médico familiar del SS quien, apenas escuchó lo que juzgó chuscas fantasías patológicas, lo despachó al departamento de psicología para deshacerse de él. Imposible aguantar por más tiempo ese cargo de conciencia que lo torturaba día y noche, necesitaba atención
profesional científica para resolver el negro misterio, pues la religión y la brujería resultaron inútiles. El día señalado el paciente se presentó vestido con la misma ropa. La psicóloga reanudó el interrogatorio, grabándolo, aparentando interés genuino y seriedad: —Quedamos en que ibas a decirme cómo tanta gente murió por tu causa. —Verá usted, desde muy chico he sido muy callado. No me gusta platicar, no sé por qué, así soy —contesto con palabras cortas y nunca comienzo una plática. Así soy. En mi casa ya están acostumbrados: mi papá me puso “El Callao”. Mi primer difuntito cayó cuando tendría unos once años, estaba yo en quinto de primaria, uno de los compañeros del grupo comenzó a hablarme de futbol. A mí me gusta el futbol, lo veo en la tele, mis equipos favoritos: el Pachuca y el Cruz Azul, porque son de Hidalgo. Yo hablaba poco, oía al compañerito con atención, relataba el juego del domingo anterior al que su papá lo había llevado. Yo lo oí por radio porque no lo pasaron por tele. Así estuvimos un chico ratote hablando del partido, algo desusado en mí, ya le dije doctora, soy muy callado, hasta parezco mudo. No sé cuánto tiempo platicamos, pero fue largo, todo el recreo, que duraba media hora. Eustaquio, se llamaba ese compañero. Al día siguiente no fue a la escuela y al otro día nos enteramos en el grupo que había muerto. Lo atropelló un camión materialista ya cuando iba llegando a su casa. Kalantán reprimió la risa que amenazaba con reventar: —¿Y crees que tú lo mataste? ¿Cómo está eso? —En esos días no creí que lo había matado. Es ahora que lo creo. —Explícate, por favor —pidió la psicóloga fingiendo tos para no delatar su incredulidad. —Al año siguiente me sucedió lo mismo con un primo. Él fue a la casa con sus tíos y nos fuimos a jugar canicas al patio. Hablábamos mientras jugábamos, más bien dicho, él hablaba, yo respondía a veces. Estuvimos así como una
hora. Luego se lo llevaron sus papás y nunca volví a verlo. Se murió a los tres días. Se cayó al pozo de su casa y se ahogó. La doctora se levantó, le dio la espalda un momento, fingió otra vez tos, se desahogó y volvió: —¿Creíste haberlo matado? —Todavía no. Pero al paso de los años ocurrieron otras muertes en las mismas circunstancias. Hasta una novia que tenía a los dieciséis años murió de tifo después de que pasamos una tarde entera juntos hablando y besándonos. Yo la quería muchísimo y fue entonces cuando recordé otros casos parecidos y concluí que la causa de su muerte había sido por haber estado platicando conmigo un chico rato. Kalantán pensó que su paciente tenía una inventiva de narrador nato y decidió terminar el juego. Entonces preguntó, ya molesta: —¿Qué dice tu reloj? —Que ya es hora. Ya casi son los nueve minutos. Deme otra cita. —Muchacho, has puesto a prueba mi paciencia, vienes a tomarme el pelo y crees que voy a permitírtelo —amenazó frunciendo el ceño y alzando tanto la voz que Brenda entró a ver que sucedía: —¿Pasa algo aquí? —Este joven, es un impertinente. Brenda tomó de un brazo a su sobrina y la sacó del consultorio diciéndole al paciente: —Permítenos un momento, ahora volvemos. La psiquiatra pidió explicaciones, su sobrina le relató lo que juzgaba bromas de mal gusto y pérdida de tiempo, Brenda repuso: —Así no es querida. Tienes la obligación de aguantarlo, para eso nos pagan. Déjalo que siga contando sus tribulaciones, grábalo y vamos a ver hasta dónde llega. —Como ordenes, tía —aceptó la joven psicóloga y volvió con el paciente, ya calmada: —Ven mañana a la misma hora. Aquí tienes la orden para formalizar la cita. En la tercera cita ambas doctoras lo escucharon y el joven obrero inició la consulta: —Quiero decirles, doctoras, que ya antes fui con el padre Nicomedes para confesar esta horrible tortura. —Cuéntanos Rutilo, no
omitas nada. —Al padre Nicomedes le dije en confesión lo mismo que ayer le conté a la doctora. —¿Y qué opinó? —Que yo veía visiones empujado por el demonio. Ambas se carcajearon: —Esa respuesta pertenece a la edad media. —Insistí en que no eran visiones, no era delirio mío, lo había corroborado y hasta tomado el tiempo. ¿Por qué Dios me hacía esto? ¿Por qué mataba yo sin querer a gente querida, a gente amiga que nada me había hecho? —¿Y qué te contestó el padre Nicomedes? —Dijo que, suponiendo que esas muertes ocurrían tal como yo lo describía, entonces eran designios de Dios. —La solución perfecta. —Dios es todo bondad —contesté—, no es posible que se comporte así, asesinando gente inocente y utilizándome a mí, que soy creyente, que voy a misa los domingos, que fui bautizado y confirmado y que nunca he pensado en hacerle mal a nadie. —Y que te explicó el padre Nicomedes. —Repitió que los designios de Dios son inescrutables, que yo soy nadie para tratar de cuestionarlos. Que debo resignarme y rezar, rezar mucho. —¿Crees en eso? —¡Yo ya no sé en qué creer! Estoy muy confuso, la religión no me sirve para nada, porque por más que rezo y hago mandas, si me descuido, alguien muere por mi causa, sin deberla ni temerla. ¿Será el demonio como dijo el padre Nicomedes? Más bien pienso ya que Dios ni existe. ¿Será una mentira? —Escúchanos, se le atribuye a Goebbels, ministro de propaganda de Hitler, que: “Si una mentira es repetida mil veces, llega a ser verdad”, pero no es de Goebbels, él no la inventó, porque eso lo inventaron los sacerdotes al inventar también la religión, cualquier religión, hace unos cinco mil años. —Pero, ¿para qué inventaron la religión y con ella un Dios los sacerdotes? —Para tener poder espiritual sobre los crédulos y los ignorantes, masa moldeable. Y muchas veces ese poder espiritual se fundió con el poder político. Así nacieron los
Papas y sus semejantes. —No existe Dios, me consta. —A ti, desde niño, te metieron en la cabeza la mentira de la existencia de Dios, por eso crees en él. Tú, desde niño, te inventaste que matas gente y ya te lo crees, pero nosotras te vamos a sacar esa mentira de la cabeza, ya lo verás. ¿Qué edad tiene el padre Nicomedes? —No lo sé, pero es joven, muy joven, creo que recién salido del seminario. —Los sacerdotes tienen un cartabón compuesto de dogmas. Si falla lo de los designios inescrutables, acuden a la infalibilidad del Papa o a la intervención del demonio. Y de ahí no los sacas. —Vi la hora y le dije al padre Nicomedes que debía de interrumpir la confesión porque se acercaba el límite peligroso. Me dijo que eso eran pamplinas, producto de mi imaginación calenturienta, que él me iba a sacar del error, andaba yo en pecado de soberbia, salió del confesionario y tomándome de la mano me llevó al altar, nos hincamos ante la imagen de nuestro Señor crucificado y le rogó que me sacara de la cabeza esas tonterías y rezamos como una hora completa. Luego me llevó a la pila de agua bendita y me roció con ella. Finalmente me colgó una crucecita de madera y me aconsejó que no me la quitara ni para ir al baño. Al día siguiente supe por las noticias en la noche, que al prender el calentador del agua para bañarse estalló el tanque de gas y murió quemado. Supuse que había acudido a la religión incorrecta y fui a ver a los Testigos de Jehová muy estrictos en eso de observar los mandamientos de su religión. —¿Y qué te dijo el ministro? –preguntó Kalantán siguiendo con la farsa y fingiendo credulidad. —Le conté todo al hermano Pablo, el predicador de esa iglesia, pero no le dije lo del padre Nicomedes, no fuera a asustarse. No temas, me dijo, el Señor vive en ti, Cristo ha venido a salvarnos y ten fe, él te devolverá la paz que ha huido de ti. En seguida abrió una biblia y me leyó como veinte versículos,
todos relativos a gente extraviada. Hizo que pusiera mi mano derecha sobre la biblia y que jurara no volver a tener esos malos pensamientos. Hice y repetí lo que me indicó. Me ordenó que volviera en la tarde y así lo hice. El templo estaba lleno de hombres, mujeres y niños. Les explicó en mi presencia lo que me pasaba y pidió a todos que oraran por mi salvación. Hermanos —dijo—, ayudemos a que Cristo salve esta alma pecadora. Pronunciaron una oración y luego a coro cantaron como tres canciones de esas de aleluya y me pidieron que en lo sucesivo y, para que no volviera a ocurrir, regresara al menos todos los domingos para los servicios, que así Cristo me protegería de todo mal. Eso fue un jueves, el domingo próximo equivoqué la hora y en vez de ir a las once como me lo pidió el ministro, fui pero antes de las doce, pero como dos minutos antes de llegar hubo un temblor muy fuerte y cuando llegué al templo resultó que se había caído aplastando a todos los feligreses. Y aquí le paramos, denme otra cita. Cuando ambas repasaron la grabación, Brenda opinó: —Es tiempo de tomar en serio a este muchacho, en el derrumbe del templo, único edificio que se colapsó en Tulancingo, murieron dos amigas mías. —¿Otra coincidencia? —Cuando las coincidencias son demasiadas, dejan de ser coincidencias y pasan a regla. Ponle toda tu atención profesional. Kalantán le dio la consabida nota para canjear en la ventanilla de citas: —Ya era mucho, las religiones no me servían sino para confirmar mi maldición —gimoteó Rutilo comenzando la siguiente cita— y fui a ver al chamán que está en un consultorio público del centro para que me sacara el demonio que me atormentaba. Las facultativas estuvieron de acuerdo con que les contara su experiencia con el chamán. —¿Qué pasó con el chamán? —preguntó Brenda. —Luego que me oyó, dijo que alguien me había hecho un gran trabajo de magia negra. El chamán si creyó que yo podía
causar la muerte involuntariamente. Me cobró tres mil pesos por hacerme un trabajo de contra, o sea anular el maleficio que me habían echado. —¿Tienes enemigos? —¡Ni uno! —Existen los enemigos secretos. —Yo soy el Callao¸ no me meto con nadie, no peleo con nadie, no insulto a nadie. Pero el chamán dijo que aunque no lo supiera yo, tenía un grande y poderoso enemigo. Entonces me hizo una limpia. —Y lo que te limpió fueron tres mil pesos. —¡Usted sí que sabe cómo son las cosas! El trabajo del chamán no sirvió para nada, sólo supe que se murió y cerraron el consultorio mágico. Ni Dios ni el Demonio, yo ya no creo en nada. Sigo igual, ahora a quien temo es a mí mismo. Si Dios no me dio ese poder malvado, si el Demonio tampoco. ¿Qué pasa en el Congo? ¿Ustedes me lo podrán decir? —Trataremos. Ven mañana a otra sesión. Te daremos tu responsiva y tu incapacidad. Kalantan comenzó la quinta cita preguntando por el lapso permitido: —¿Cómo te diste cuenta de que si no rebasabas los nueve minutos con trece segundos, la gente que platicaba contigo no moría? —Cuando ya estuve seguro de que yo era el causante de esas muertes, me fijé en el tiempo. Había un compañero en la secundaria que me traía de su puerquito porque yo casi no hablaba con nadie. Me decía “pinche mudo”, “mudo ojete”, “mudo zacatón”, y otras cosas por el estilo. Un día que lo agarré de buenas le saqué plática, hablamos de las chavas del salón, yo tenía reloj, a los quince minutos corté la plática bruscamente, se enojó y se fue. Pero no volvió a la escuela, cayó enfermo de pulmonía y murió a los tres días. Después, obtuve otra confirmación, había una chava bonita que me gustaba mucho, no en mi salón, sino por mi casa, pero era muy presumida, a nadie pelaba. Para poder halagarla y entretenerla le compré chocolates y se los regalé, accedió a platicar conmigo, a los diez minutos corté la plática, ella se fue muy
contenta con sus chocolates, pero no volví a verla, se cayó de las escaleras de su casa esa tarde y se desnucó. Dos experiencias más y pude fijar el tiempo permitido de plática en lo que usted sabe. Y ya me voy, hace cuarenta segundos que pasamos de los ocho minutos, deme otra cita, por favor. Con gusto, la psicóloga le dio otra cita, pero como no tenía ya espacios para esa semana, no fue sino hasta el lunes siguiente cuando tuvo al Callao frente a ella. Ya no estaba tan confiada de que su paciente imaginaba choforoscosas, ya sentía la tentación profesional de ponerlo a prueba. ¿Pero, cómo? A Brenda se le ocurrió la manera: —Que platique largo con alguien indeseable. Y nosotras observaremos, si falla su fijación, le demostraremos que sus suposiciones carecen de base, que son mentiras creadas por él y lo pondremos en tratamiento para sanarlo. —Buena idea, ¿indeseable el sujeto para él o para nosotras? —Me supongo que él ya agotó sus posibilidades. Pensemos en alguien que tú y yo quisiéramos eliminar. —Si hacemos una lista derivada de nuestros compañeros de trabajo, sobrarán candidatos. Está por ejemplo, el director, cada vez que me llama a su oficina es para lanzárseme. El tipo es repugnante. —Sí, pero no. Busquemos entre los pacientes. —El más odioso, ¿te parece? —Uno bestial. Creo que ya sé quién. No recuerdo bien su nombre pero tengo en la computadora una lista con los pacientes que hemos visto desde hace tres meses, creo que por ahí, si vemos el nombre, lo recordaremos. Abrieron su base personal de datos en la pantalla y, en efecto, al recorrer los nombres saltó el deseado: Oscar Hampón Sentina, jefe de la policía de Tulancingo. Luego fueron al archivo general y pidieron su expediente, al releerlo recordaron su ficha clínica: psicópata, pedófilo, alcohólico, sádico. Acusado de violencia intrafamiliar por los vecinos del edificio donde vivía, delatado también por ellos de haber violado a su
hijastra de nueve años y luego de repetidas violaciones haberle embarazado y engendrado un bebé. Asistido por un abogado del PRI fue absuelto por un juez venal porque su mujer no quiso acusarlo debido a que la tenía amenazada de muerte. Lo primero que hizo al salir de la cárcel fue emborracharse y luego propinarle una paliza mayúscula y violar por enésima vez a su hijastra, para que entendieran bien que con él no podían; para eso era jefe de la policía. En el expediente constaban denuncias de violación de niños y niñas menores de siete años, denuncias que jamás prosperaron por “falta de pruebas”. También constaban denuncias de extorsiones, pero los agentes del Ministerio Público se las componían para realizar averiguaciones previas con errores crasos que le producían impunidad al sujeto. Entraba en la cárcel un día o dos y salía libre por “falta de méritos” tan campante. ¿Por qué esa impunidad? Era primo del cacique político local del PRI. Suficiente. En la siguiente sesión, Brenda trató de motivar al paciente: —Lo que nos cuentas, Rutilo, es difícil de creer. ¿Y si hiciéramos una prueba? De resultar positiva trataríamos de canalizarte a un centro psiquiátrico nacional para que estudien mejor tu caso. ¿Te parece? —¿Cómo sería esa prueba? —Buscaremos un sujeto de experimentación. Alguien en verdad malo, muy malo. Platicarás con él diez minutos y luego observaremos lo que pasa. —¿Y eso donde sería? —Aquí mismo, para que te sientas tranquilo. Nosotras traeremos al sujeto de prueba y los dejaremos solos el tiempo necesario. ¿Te parece? —Bueno, ustedes mandan. —No podemos darte la fecha en este momento porque tenemos que citar también al sujeto de experimentación. Pero te avisaremos por teléfono que día y hora tendrás también la cita. Y te vienes corriendo. —Bueno, esperaré su llamado. Oscar Hampón Sentina se incomodó al saber que lo requerían en el departamento de
psicología del Hospital General del Seguro Social. Ya había estado ahí y lo sometieron a sesiones estúpidas de las cuales se zafó pronto alegando deberes del trabajo. Luego se reconfortó al recordar que ahí atendían dos psicólogas guapísimas, ya nada más verlas era gratificante, y, si podía violarlas ahí mismo, sería estupendo. Oscar Hampón Sentina pertenecía al biotipo “Rotoplas”, o sea: chaparro, negro y redondo como los tinacos de esa marca. De origen chontal tabasqueño, había llegado huyendo a Ciudad Juárez para no pagar ciertas cuentecillas pendientes con la justicia de Centla, el pueblo donde nació y en donde esperaban que volviera para arrojarlo a las fauces de los cocodrilos. Allá le decían desde su niñez “El Chombo”, nombre local como eran conocidos los zopilotes. Huyó a Ciudad Juárez donde consiguió empleo de agente judicial y al cabo de dos años marchó a Tulancingo porque un primo lejano era político local y lo llamó. Le dio acogida benévola y lo hizo jefe de la policía municipal. La carrera delincuente-agente-comandante no era novedosa, el sistema político se nutría de elementos pertenecientes a esa calaña y aún los reciclaba remitiéndolos a la categoría de narcotraficantes premiando así sus servicios a la sociedad. Gente untada de cárceles, resbalando a través de grietas tenebrosas, incendiada por las fogatas del crimen, marcada por los barrotes como si éstos estuvieran al rojo vivo. Gente en suma, con muy poco de humano y mucho de bestia. El Chombo se presentó con retraso de una hora a la cita médica con la esperanza de una cancelación, pero no hubo tal, lo aguardaban los dos bombones, Kalantán lo hizo pasar no obstante que tenían a un paciente y en seguida se retiró: —Pase usted don Oscar —dijo muy zalamera Brenda. —¿Y ora pa’que me quieren? —Es que como usted interrumpió su tratamiento hace unos tres meses, nos exige la dirección que prosiga o lo demos de alta para cerrar
su expediente. Pura rutina, ¿sabe? —Hombre, si es pa’eso pos nomás ciérrenlo, le firmo lo que sea y sanseacabó. —Hay que llenar papeles, don Oscar, no vamos a entretenerlo mucho —prometió Brenda. El teléfono en el escritorio sonó. La psiquiatra alzó la bocina y escuchó, atenta durante medio minuto. Luego colgó y miró a los dos hombres: —El director me requiere con urgencia para un asunto imprevisto. Voy a dejarlos solos aquí un momento, no creo tardar mucho, pónganse cómodos y platiquen mientras regreso. Si se les ofrece un café pídanselo a la enfermera, se los enviará en seguida —dijo y se retiró con prisa. Ambos hombres se escudriñaron. El Chombo, acostumbrado a mirar con desconfianza a todo el mundo, preguntó a Rutilo: —¿Y tú, por qué tas aquí? Antes de contestar, el soldador consultó su reloj, eran las 12:36 del día. —Tengo problemas de la memoria, se me olvidan mucho las cosas, van a hacerme unos estudios. —Ta’cabrón eso. No eres viejo para que andes con esos problemitas. —Sí, me preocupa mucho. —¿Y en qué la giras? —Soy soldador. Se hizo un silencio como de medio minuto. Rutilo miró por segunda vez su reloj. Se hallaba nervioso, muy nervioso, El Chombo vestía el uniforme de jefe de la policía que le quedaba apretado, por lo gordo. El Callao se puso nervioso al conocer la personalidad del sujeto de experimentación, pues fama tenía el genízaro en todo Tulancingo por su crueldad y prepotencia. No se atrevía a tomar la iniciativa de la plática, pero ni falta que hacía, El Chombo era locuaz: —¿A qué equipo le vas? —preguntó el policía. —Al Pachuca, Jefe —respondió el soldador dándole el tratamiento de Jefe para no sentirse tan igualado, contento de comentar el futbol, único tema del cual podía sostener una plática larga. —Este año tiene que salir campeón de nuevo —afirmó contundente el de azul. —Sí, pero el América está muy duro, quiere repetir
como el año pasado. —Pero se la va a pelar porque se le fue su delantero estrella. —Sí, se murió Christian Benítez, pobrecito. —Pa’mí que mataron a ese pinche negro. —¿Usted cree? —No me cabe duda, por haberse ido a Quatar. —¿Quiénes serían los asesinos? —¡Los médicos! Quienes iban a ser si no ellos. Los cabrones médicos lo mataron por ineptos. Lo dejaron morir, esa es la verdad, de haberlo atendido bien y a tiempo, se hubiera salvado. Era joven y fuerte. —Pero el corazón no avisa —sentenció el Callao y consultó su reloj por tercera vez: 12:40. —Pendejos médicos, dejaron al América sin su estrella. Yo que el Azcárraga los mandaba fusilar. —Pero estaba en otro país, ya no pertenecía al América ¿cómo iba a fusilarlos? —Le declaraba la guerra al pinche paisito ese de mierda. —Pero si el Azcárraga no es general ni presidente de México. —De todos modos, manda aquí y sus órdenes se cumplen. Hay que borrar a ese país del mapa. ¿Cómo se llama? —Ya se me olvidó. —Ah, pos sí! A ti se te olvida todo. ¿Sabes? Me gustaría cogerme a la médica Brenda y a su segunda Kalantán. Rutilo le dio por su lado para hacer tiempo: —A mí también se me antojan. Son muy guapas. —Pero latosas. Creo que podríamos cogérnoslas, tú y yo, hoy merito. —¿Aquí? —Aquí mejor que en otra parte. Mira, cuando entre la Brenda le pongo la pistola en la sien y le ordeno que llame a la Kalantán. —¿Aquí? —Ya te lo dije, es el mejor lugar. Ya adentro las dos, les ordeno, sin quitarle la pistola de la sien a Brenda, que se encueren. —Es mucho atrevimiento, peligroso. —Déjate de pendejadas. ¿Cuál peligroso? Ya una vez encueradas paso la pistola a la sien de Kalantán, esa me gusta más porque es más joven y le ordeno que se tienda en el diván. Tú echas a la Brenda al suelo. ¡Y a darle que es mole de olla! —¿Y después?, nos van a echar a la policía encima. —¡La policía soy
yo, pendejazo! ¿No te digo que todo se te olvida? ¿Qué no estás viendo mi uniforme? ¿Y mi pistola? No va a pasar nada, te lo aseguro, creo que hasta les va a gustar. Amenazadas con la pistola no hay necesidad de golpearlas. Como a las de Juárez. ¿Sabes que estuve dos años en Juárez? Entonces era agente de la judicial local y tenía mis buscas legales con los del narcomenudeo a quienes les daba pitazos cuando había operativos. No tenía vieja de planta, por eso, cuando sentía que andaba ya jarioso, espiaba, seguía a alguna obrera maquiladora de esas que vivían en los arrabales, le ponía un cuchillo en la garganta y la arrastraba al solar más cercano. Si se resistía la madreaba, luego le metía mi navaja por los riñones, de esas de resorte, tenía una muy bonita y afilada y entonces me la cogía. ¿Vieras que bonito se siente cogerse a una agonizante? Sobre todo si le estás dando por el culo, entonces lo comprimen, lo extienden, se cagan con cada metida violenta de verga y así hasta que se mueren. Te recomiendo esa técnica, te sacan toda la leche del mundo. El Callao oía estupefacto y asqueado aquella confesión; no dudaba que el Chombo dijera la verdad, de ningún modo era jactancia, en Tulancingo ya habían sucedido dos casos similares en jóvenes campesinas. Miró su reloj: 12:50, ya habían transcurrido los 9’ y 13’’ de plática, corto lapso que a él se le hizo larguísimo esta vez, era necesario alejarse de ese criminal, si todo salía bien El Chombo moriría pronto, no ahí desde luego, él de ninguna manera compartía el deseo de violar a las psicólogas, pero la formidable apariencia de El Chombo lo tenía paralizado. ¿Cómo hacer para advertir a las psicólogas, de las intenciones chombescas? Se atormentaba proyectando un plan que las salvara, cuando se abrió la puerta y desde el vano un hombre uniformado con la bata del SS les informó: —Que dice la doctora Brenda que está muy apenada con ustedes, pero el director
la retendrá por media hora más, están en junta. Les ruega que se retiren y les comunicará por teléfono su nueva cita. —¿Y la otra? —preguntó El Chombo. —Está también con el director. —Ha de estar cogiéndoselas a las dos —comentó el Chombo sin que lo oyera el mensajero que se eclipsó apenas acabó de dar su recado. Aliviado, Rutilo comenzó a caminar por el pasillo de salida, a su lado el policía. —Oye, me caíste bien. ¿Quieres darte de alta conmigo?, te nombraría subcomandante. —No sé nada de la policía, mi comandante. —¡Y eso qué! No es una ciencia, ¿cuánto ganas? —Diez mil al mes. —¡Uta! ¿Y para esa miseria te chingas los ojos ocho horas diarias? conmigo sacarías el triple. —¿Tienen buen sueldo los policías? —¡Nombre, que va! Su sueldo es de tres mil varos al mes. Pero con los extras, hasta el más pendejo levanta al menos treinta mil. Salieron a la calle, era momento de despedirse, pero el Chombo tenía cogido de un brazo a Rutilo y no lo dejaba partir. Insistía en hacerlo policía. —¿Los extras? —Sí, vas a andar de pareja en una patrulla. Siempre caen sayos que dejan buena lana. Y si no caen solitos, pues les armas una choforoscosa y escupen hasta la tele de la casa. El Callao, con tal de zafarse de la presión, fingió aceptar, bien seguro de que El Chombo tenía nulas posibilidades de vivir: —Está bien, Jefe, ya me convenció. Pero tengo que terminar la semana en la chamba. ¿Puedo ir a verlo el lunes? —¡El lunes te espero, cabrón! No falles, si fallas te mando traer. Se despidieron con un fuerte abrazo. Desde la ventana del consultorio de psicología, que daba a la calle, los veían despedirse Brenda y Kalantán: —¿Cuánto le quedará de vida al comandante ese? —se preguntó en voz alta Brenda. —Según el paciente, no más de una semana. ¿Cómo sabremos cuando muera? —Lo sabremos por los periódicos, ya verás. No esperaron mucho, al día siguiente
aparecía en todos los periódicos locales una gran foto del Chombo en uniforme con diversas leyendas luctuosas. Leyeron que el jefe de la policía fue al Bar Bon con dos de sus lugartenientes, luego de beberse una botella de tequila se metieron al Centro Botanero y al tratar de deglutir unas manitas de puerco en escabeche, un huesecillo se le atoró en el gañote, se asfixió y murió en un lapso de tres minutos. Nada pudieron hacer sus subalternos ni el cantinero en jefe, trataron de sacarle el hueso con los dedos, le golpearon con fuerza en la espalda, quisieron meterle agua, alguien sugirió que se comiera un plátano, pero fue inútil, el Chombo se debatió tres minutos entre espasmos violentos y no hubo modo de salvarlo. El comandante cayó por el acantilado de humo tremolando su corbata de sangre entre resplandores púrpura en los perímetros de la nada, urgencia inapelable de muerte. Había rebasado el límite de toda resistencia. Por la tarde, Brenda y Kalantán discutieron el destino de Rutilo. Kalantán sugirió canalizarlo hacia algún centro privado de paranormalidades, pero Brenda puso objeciones: —No Kaly, porque no podemos decirles que comprobamos su don paranormal fatídico con un asesinato que cometió con nuestra ayuda. Resultaríamos culpables y a la cárcel los tres, para comenzar. —Tienes razón, no había pensado en eso. Entonces, ¿qué? —Mejor vamos a analizar el caso para ver si le podemos sacar provecho. —¿Provecho? ¿Pero cómo? —Estamos ante un masmodélico, es evidente. Para Kalantán, el calificativo clínico “masmodélico” era nuevo, nunca en la escuela, ni en la práctica profesional se topó alguna vez con él. —Masmodélico, ¿qué es eso? —Viene de masmodelia, un padecimiento híbrido derivado del mesmerismo y la psicodelia. El masmodélico es un enfermo con delirios del subconsciente que se hacen realidad por compulsión metempsicótica. —¿Quieres ser más explícita, Brenda? —Muy
sencillo. Sus delirios psicodélicos se hacen realidad mediante el mesmerismo. El subconsciente es la parte más traicionera del ser humano, eso lo sabes. —Lo sé, lo tengo bien aprendido. Estamos ante un masmodélico, es evidente. Pero, para aprovechar ese poder masmodélico debemos de aceptar que alguien muera. Eso es poco ético, profesionalmente hablando. —La ética, querida sobrina, es un estorbo. A los estorbos hay que hacerlos a un lado cuando queremos avanzar. Ambas guardaron silencio. Tomaron un sorbo de café, mordieron un pay de queso, se quedaron pensativas unos cinco minutos y de pronto, Kalantán exclamó: —¡Ya sé! —Suelta tu idea. —Ayer vi una película, donde la ética estorba. —Eso no es novedad, eres cinéfila empedernida y a diario ves una película pirata. —En el último lote de películas piratas de arte que compré en el puesto de DVDs que se pone en el tianguis de los jueves, venía una de Chaplin que me faltaba en mi colección. Se llama “Monsieur Verdoux” y es la vida de Landrú. —¿Quién es ese Landrú? –inquirió Brenda, cuya cultura cinematográfica e histórica era inexistente. —Un asesino francés que mataba solteras románticas y se apropiaba de todo lo que poseían. Pero lo agarraron porque dejó algunas huellas y terminó en la guillotina. Asombrada, Brenda abrió la boca mostrando su linda dentadura pegosteada de pay de queso. Deglutió el bocado auxiliada por el café y comprendió: —¡El Callao no deja huellas, tiene siempre coartadas perfectas! —¿Ves cómo el cine es maravilloso? Lo que una aprende en las películas. Brenda había, en un instante, armado un plan perfecto para no desperdiciar aquel grandioso don masmodélico del soldador: —Vamos a sacarlo de su pinche empleíto de jodido. Pusieron el plan en práctica. Convencieron al chico, no sin reticencias, de que abandonara su empleo de soldador y fuese a Pachuca a tomar un curso de enfermería con duración de seis
meses en una escuela “patito”, no le dijeron claramente de qué modo lo iban a sacar de pobre con dicho curso, pero Rutilo era gente buena y sencilla del campo y les creyó. Una vez terminado el curso, le consiguieron empleo de enfermero ahí mismo, en el hospital donde ellas trabajaban. Entonces aplicaron su plan para obtener ingresos pingües sin riesgos... y sin escrúpulos estúpidos. Ellas tenían acceso a todas las fichas clínicas, seleccionaron las de mujeres de ciertas posibilidades económicas, de preferencia viudas propietarias de bienes heredados del marido. Brenda dijo: —De que las despojen los Legionarios de Cristo haciendo que les donen en vida su patrimonio, dejándolas en la inopia, mejor nosotras, y una vez muertas, seremos herederas y ellas no sufrirán pobrezas. —Es lo que se llama labor humanitaria. —Sí que lo es, y Rutilo un benefactor laico digno de la canonización de un obispo licencioso como el Millonésimo C’Empeda... Le pusieron un profesor de “buenas maneras” para limar su rusticidad incompatible con sus nobles proyectos de enriquecimiento en un futuro ya cercano; le enseñaron a mejorar su vocabulario, ser cortés, amable con la gente, y hacerse hablantín y simpático. El muchacho, pese a sus rasgos indígenas no era feo, el mestizaje de sus ancestros le había conformado un rostro de cierto atractivo; barruntaba a donde irían a parar esos preparativos y aunque su natural mutismo le impedía preguntar, mucho menos comentar, intuía un giro formidable en su vida y esperaba ansioso y feliz el día de iniciarlo. Escrúpulos, moral, valores antañones iban palideciendo con rapidez, la única certeza era que ninguno de sus viejos parámetros éticos podía aplicarse con éxito a la dinámica de un sueño placentero. Así equipado después de medio año de pulimento, el prieto futuro seductor recibió al fin instrucciones precisas. Kalantán lo llamó aparte y le dijo: —Ya llegó el momento de inaugurar
tu nueva personalidad y sacar provecho a ese raro, pero prudencial don masmodélico que posees. En el pabellón de cirugía está internada doña Filomena Marturano viuda de López. Conseguimos que te cambien a dicho pabellón a partir de mañana. Vas a ser muy, pero muy atento con ella, vas a hacértele simpático e indispensable. Ella fue operada de un tumor no maligno y será dada de alta en dos días, tienes que meterle en la cabeza de que pese a sus sesenta y cinco años todavía es una mujer deseable y que necesita alguien joven y amoroso a su lado. Una vez en su casa irás a llevarle flores y ahí le prodigarás tus cuidados en tus horas libres. Pero de eso ni una palabra a nadie, ni a tu novia, tu mejor amigo o tu mamacita santa. La convencerás, a fuerza de mimos y zalamerías, de que ambos nacieron para casarse. Te casarás con ella, por lo civil nada más, prometiéndole que después harán boda religiosa. Una vez casados harás que haga firme testamento notarial en tu favor. Tendrás especial cuidado en no pasarte de los fatídicos 9’13’’ segundos de conversación. Y cuando ya la tengas embelesada y testamentada a tu favor, entonces un día te pones a platicar y te pasas del límite prohibido. Lo más probable es que venga a dar acá otra vez, pues es derecho habiente nuestra. Como sabemos, fallecerá pronto irremisiblemente. ¿Entendido? —Muy bien entendido —respondió el joven, vivamente interesado, ansioso de comenzar— ¿y cuánto tiempo tengo para todo eso? —preguntó. —Tres meses —apuntó Kalantán— más o menos. Cuatro, no tres meses, fueron necesarios para tan concienzuda, humanitaria y redituable labor de proporcionarle una última felicidad sentimental a la senecta. Doña Filomena Marturano, dueña por herencia de una casa propia, muy vieja pero situada en el centro de la ciudad, lo cual la hacía codiciable para los corredores de bienes raíces, de alguna platita sudando en un banco y de un coche, ese sí nuevo,
heredado de su señor marido, con hijos en Estados Unidos que casi nunca venían a verla, cayó de pronto en cama presa de una recaída del maldito tumor que se volvió maligno. Al Seguro Social regresó a morir en el lapso de un mes. Corridos los trámites de rigor, el Callao no avisó a sus entenados sino hasta después de haber firmado las escrituras testamentarias que fueron aceleradas mediante codiciables dádivas al notario, muy necesarias. Con inmensa alegría, entró felizmente en posesión de la casa de doña Filomena y de todo cuanto había en ella. Mientras la vendía, realizó venta de cochera con los muebles, triques y efectos personales de la difuntita, de todo obtuvo pingüe ganancia. Le dieron tres millones de pesos, contantes y sonantes por el inmueble. Una vez el dinero en el banco, hubo un consejo de negocios entre Brenda, Kalantán y Rutilo. Se trataba de repartir el producto de esa paciente labor: —Tres millones —puntualizó Brenda— tocan a uno cada uno. Rutilo se sintió despojado vilmente y protestó: —¿Por qué? Si yo hice casi todo. Yo la maté, o sea, la parte más importante del negocio fue mía. Me corresponde el 50% del total. —Sí —le recordó Kalantán— pero nosotras como integrantes de esta sociedad anónima empresarial, invertimos mucho capital en tu preparación y en tu educación. Nosotras fundamos la empresa, planeamos la logística, te pusimos en donde era necesario estar y te dijimos como orientar debidamente tus poderes masmodélicos. La repartición de ganancias que señala Brenda es justa, en toda sociedad anónima las ganancias se reparten. Tenemos que recuperar nuestra inversión, somos capitalistas ahorrativas. Además, óyelo bien, para que repitas esta provechosa operación necesitamos continuar como socias contigo de aquí en adelante. Este hospital está lleno de viejas necias que se creen capaces de recuperar con un mozo como tú, la juventud perdida. Pero sin nosotras, no puedes hacer nada,
porque si te niegas a negociar así, entonces haremos que te corran del hospital. El Callao comprendió perfectamente que estaba en sus manos; en ese instante aceptó sin reticencias formalizar esa empresa, sociedad anónima de capital variable y beneficio humanitario como ellas querían, al sonar la alarma de su reloj suspendieron automáticamente la discusión, pero la alarma le sugirió al muchacho un plan que mejoraría sustancialmente sus ganancias en la empresa. Rutilo era calado, pero no pendejo. Como siempre que platicaba con ellas, ponía su reloj en la mesa para no sobrepasar el límite prohibido, pero para no desconcentrarse con la vista del minutero y luego del segundero, adquirió un celular con reloj digital que sonaba la alarma en el tiempo requerido: nueve minutos. Una de las dos sobraba en la empresa, ¿cuál? Kalantán era cinco años más joven que Brenda y levemente más bonita, le gustaba mucho. Decidió eliminar a una de ellas para repartir mitad y mitad. La próxima aplicación del plazo 9’13’’ debía de hacerse con una sola; era evidente que Brenda, por tener un puesto jerárquico superior al de Kalantán, era la apropiada para permanecer como socia de esa prometedora sociedad. Se reintegró a sus labores de enfermero, ellas revisaron los archivos en busca de otra futura novia encendida de amor por el joven, apuesto y servicial enfermero. Las dos mujeres eran inseparables, tenían sus propios amores y no les interesaba Rutilo sexual ni sentimentalmente. El muchacho se enteró de que Kalantán había roto con su novio y se apresuró a invitarla a comer porque la veía deprimida. Las comidas con el muchacho se hacían en el más completo silencio. Tan sólo se platicaba ya a los postres, después de pedir la cuenta, cuando faltaban menos de 9 minutos para abandonar el sitio donde se reunían. Así procedió con su socia Kalantán, comieron y bebieron en silencio empleando unos 45 minutos en ello. Luego del postre, Rutilo
pidió un desempance y puso en la mesa su celular con alarma pues, dijo, deseaba hablar con su socia. La chica accedió, curiosa, Rutilo fingió nerviosismo de enamorado y comenzó una larga perorata que desembocó en una declaración de amor. Iba a las dos terceras partes de aquella confesión vehemente sentimental cuando la alarma sonó. Rutilo calló y se levantó sin esperar respuesta. Ella también se fue, meditando en lo dicho por el chico. Salieron sin hablar del restaurante, cada quien abordó su coche pues habían llegado separados. Kalantán caviló: ¿Novia de Rutilo? ¿Amante luego? Era de pensarse, en principio no contemplaba mal la posibilidad, podían unir sus acciones y luego eliminar a la otra socia. El chico se alejó en su coche, el mismo que heredó de doña Filomena, feliz por el éxito obtenido en la comida. No se refería al brillo en los ojos que sorprendió en Kalantán cuando le propuso una relación de noviazgo, brillo prometedor, sonrisa accesible esbozada apenas, no, consideraba éxito sobrepasar el plazo hasta los 9’15’’ gracias al arreglo hecho al mecanismo de la alarma, suficiente para emprender el viaje sin retorno. Sin duda, así sería, filón de luciérnagas a punto de apagarse, para que desde las raíces sus espigas alumbren, estallando los velos de la aurora. Y así fue, a los tres días le apareció a Kalantán junto a la aureola de su pezón izquierdo, una bolita dolorosa. Corriendo fue con los cuates de oncología quienes le hicieron una biopsia y 12 horas más tarde le comunicaron, compungidos, que el tumorcillo era maligno. Urgía la masectomía. Se la hicieron, pero a la semana siguiente apareció otra bolita dolorosa debajo del seno derecho. Otra vez la masectomía. Y a los cuatro días vino la metástasis y Kalantán expiró una semana después. Nunca sospechó del Callao, la otra socia, tampoco. Brenda, heredera de los bienes de su sobrina, no era afecta al cine y le regaló a Rutilo la colección de
películas de arte compuesta de unos quinientos discos, en su mayoría piratas, cual debe de ser. Él era afecto al cine, pero veía normalmente la basura enviada por Hollywood a las pantallas mexicanas. A la hora de clasificar el legado de la difuntita, le llamó la atención una serie de películas de Chaplin por ser muy graciosas. La tercera película chaplinesca que vio fue “Monsieur Verdoux”. Toda una revelación, esplendoroso mundo de prosperidad a costa de viudas, divorciadas y solteronas empedernidas con ciertos bienes quedó al descubierto. ¿Para qué diantres tenía que estar asociado a Brenda? ¡Él solo podía labrarse un porvenir halagüeño sin repartir un centavo! Y sin estar metido en el hospital perdiendo su tiempo ni regalándole la mitad de su noble esfuerzo a la psiquiatra. La técnica de Monsieur Verdoux era perfecta, falló por los imponderables de siempre que él anotó, aumentó y analizó de manera prolija para evadirlos, no surgirían imponderables si se trazaba una estrategia muy cuidadosa y precisa. Quedaría tras de sí un espesamiento de carroña, donde nadie podría saber jamás a quién pertenecía la sortija de qué cadáver, la mansión de qué alma cándida, la cuenta de cheques donde se imprimieron ilusiones tan efímeras como lucrativas. No valdrían súplicas, ni lágrimas, ni lloviznas reventadas, el desfile de catafalcos de cieno estaba por comenzar. No perdió el tiempo, arregló otra vez su celular con alarma de modo que sonara pasando de los 9’13’’. Fue a ver a Brenda en su cubículo para, supuestamente discutir el caso de una divorciada sin hijos y con tres edificios de departamentos. La alarma sonó a los 9’16’’ sin que Brenda se percatara de ello.