Me quedé con su alcoholismo, la sudadera que tanto me gustaba y su credencial de elector.
La última vez que lo vi estaba en mi cama desvistiéndose para correr entre mis piernas. Él ni siquiera se molestó en ser romántico ni me dijo las habituales mentiras de cuánto me quería. Nada.
Me alzó la falda, hizo a un lado las penas y apretó mi corazón. Cogí como lo haría cualquier mujer absurdamente enamorada de un clásico patán.
Descubrí –nuevamente- lo que es ser humillada. Romperte la dignidad en pedacitos, tragarte tu propia sangre nomas porque te gusta el sabor agridulce en la boca, ver a un tipo jadear sin amor.
Se vino mientras su cabeza estaba entre mis muslos. A mí sólo me importaba que los vecinos no hubieran despertado con el rechinar de la cama por la frenética penetración en esta herida abierta de par en par. La llaga donde Mauro una y otra vez ponía su dedo.
Terminó el sufrimiento, el rechazo de su boca.
-A veces, como hoy, es mejor no decir nada cuando cogemos -dijo toscamente mientras fumaba un cigarrillo y destapaba una cerveza.
-Te pareces al Che Guevara –le dije para ignorar su comentario-, ¿te lo han dicho alguna vez?
- Si me dieran un puto peso por cada vez que me lo dicen, ya sería millonario -me respondió con fastidio.
Sus ojos verdes me lastimaban, sus pupilas eran el cañón de una 45 especial, como la que cargaba siempre bajo el asiento de su camioneta.
Me quedé en silencio mientras pensaba por qué diablos estaba con él. Qué me ataba a un tipo desgastado por llevar ese pinche dolor a cuestas y que no me dejaba arrancárselo.
-¿Sabes que moriré joven y trágicamente? Si lo sabes, lo veo en tus
ojos, entre tus piernas, sabes demasiado, por eso sigues conmigo –murmuró como adivinándome el pensamiento.
Me levanté con pesadez, ahora yo era la fastidiada. Hablar de su muerte inminente era algo habitual y que me molestaba.
-Entonces me dejas algo en tu testamento. Si te vas a morir quiero
algo, una herencia por soportarte -dije burlonamente.
-Lo que te voy a dejar es la soledad, un día de estos yo soy él que te va a dejar- respondió.
Mauro se metió a bañar. Me quedé pensando en las que serían las últimas palabras que escuché de él. Agarré su cerveza a medio terminar y me la acabé. Busqué en sus pantalones su cartera, saqué su credencial de elector. Me vestí con esa sudadera roja que tanto me gustaba y quedaba enorme en mí.
Apuré mis pasos hacia el baño. No toqué. Abrí silenciosamente y apenas pude ver su cuerpo difuso por la cortina plástica y el vapor. El sonido del agua impidió que notara mi presencia.
Cerré la puerta y fui a la cochera, ahí estaba su camioneta y bajo el asiento, la 45 especial. En el retrovisor coloqué su IFE, como si fuese la estampita de mi Santo Mauro y jalé del gatillo.