Me gusta pasear, la noche, y las tormentas. No hay nada mejor que salir después de una tarde lluviosa cuando los sonidos de la ciudad se apagan y sólo se escucha el plip plop de las gotas, se ve la luz de los faroles como esferas, el aroma a tierra y se puede respirar el aire fresco después de que el aguacero lo limpia todo. Pasearía más seguido, pero la ciudad y sus peligros me lo impiden, tengo miedo, he de reconocerlo. Es por eso que acorto mis paseos y siempre estoy buscando compañía, pero mis amigos no sienten la misma pasión y siempre termino sola.
Una noche encontré un antiguo ex convento en Azcapotzalco. “Visitas guiadas nocturnas, conoce esta maravilla del antiguo México…” decía el folleto y luego el agradable sujeto vestido de Virrey-” Ésta imponente construcción fue edificada con piedras de una antigua pirámide…”. Poco tiempo después me separé del grupo y comencé a investigar por mi cuenta; era un lugar bastante bonito y bien conservado, techos altos, la iluminación con velas, muebles y decorados coloniales, pero fue el jardín central el que me atrajo más, silencioso y oscuro, apenas iluminado con la luz de la luna creciente. Al cruzar el jardín me encontré con una parte de la casa cerrada para los usuarios. Un hueco que juzgué como antigua puerta estaba resguardado con un pequeño cordón rojo y un letrero que decía: NO PASAR. Voltee y vi que nadie estaba cerca, ni policías, ni guías, ni visitantes; me agache y sin problemas crucé el hueco. El piso de vieja madera crujió sin piedad; la vieja casa no perdía su encanto, al contrario, en la oscuridad parecía más interesante, tuve que prender mi celular para ver los muros y sus grandes pinturas que mostraban a frailes evangelizando indios, me dio melancolía toda la escena, pero la más llamativo fue la imagen de un monje conversando con una indígena de rostro sereno; observé su hipil pintado con sumo detalle y sentí un escalofrío. Di un par de pasos más,
la madera crujió fuertemente, el piso se abrió entre mis pies y me hundí. Caía en una catacumba, ahí pude apreciar la piedra de la pirámide que servían de cimientos al ex convento. Me pareció tener sólo un fuerte golpe en el trasero. Pensé: “reflejos de gato” -aunque sentía un dolor intenso en la espalda baja. Al intentar levantarme algo llamó mi atención, un objeto enterrado que por un instante me pareció que brillaba. Tomé el objeto sin pensar, era una pequeña piedra triangular, tallada y filosa, quizás un pedazo de algo. Pude salir gracias a unas rocas cerca del hoyo que mi cuerpo había formado, me sacudí lo mejor que pude, traté de arreglarme el cabello, respiré profundamente y hui del lugar. No quería que nadie se percatara del hueco en el piso de la madera invaluable y que además había robado algo.
Llegué a mi casa, confortable como siempre, llena de plantas y libros. Me bañé para quitarme el polvo y revisarme, no tenía rasguños ni golpes, “tal vez si tengo algo de gato después de todo” pensé. Era una noche clara y el sueño llegó pronto… Soñé que estaba corriendo en una selva, mis pies y manos eran patas y se movían velozmente. Escuchaba y veía todo diferente. De repente estaba de nuevo en el ex convento, pero éste desaparecía y en su lugar surgían otras construcciones con otra gente y otro idioma; estaba escondida entre la vegetación cuando vi que alguien se acerca. Era la misma mujer de la pintura, de cabello negro, piel cacao y vestida con ese hermoso huipil; traía un objeto bajo el brazo y me saludó con familiaridad. Intenté responderle, pero mi voz no era mi voz; la mujer tomó el objeto y lo puso frente a mí, era un espejo ovalado de piedra verde y le falta un trozo, miré mi reflejo y me estremecí tanto que salí corriendo. Al día siguiente me desperté con una sensación extraña.
Dos días después del incidente en el ex convento no quería ni comer ni salir. Me sentía enferma y mi
cuerpo me era ajeno, miraba mis manos y me parecían tan extrañas, no como las pequeñas patas. De repente escuché un pajarito aleteando cerca de mi ventana, creo que se me quedó viendo y yo a él, por primera vez me dio hambre; el pobre salió volando. Le marqué por teléfono a mi madre: “Ma, de donde eres tú, de donde era la abuela”. “De Pachuca”- me responde. “No, pero de dónde, de dónde era”. “Ya te dije que de Pachuca”. “Pásame a papá”. “Nosotros –dice- siempre hemos sido de aquí de la ciudad, del mero ombligo de la luna”. “¿Siempre?”. “Siempre” …
Cada vez me sentía peor, los olores eran más intenso y la luz del sol me lastimaba. Llamé al trabajo y me reporté enferma por tercer día: “Estoy mal “. “¿Qué tienes? “. “No sé”. Es lo mismo que le dije a mi mejor amiga, Flor del Maíz. Ella me trajo sopa, pero la rechacé. “¿Qué quieres comer?”. “Fruta…, -le respondo-y conejo-”. “¡Conejo!,-exclamó sorprendida- ¿en dónde lo compro?”. Le respondí que en el Mercado de San Juan; creo que se fue mentándome la madre, pero ese día por fin pude comer. Mi padre me volvió a llamar, me dijo que si me seguía sintiendo mal podía usar el collar de la abuela y que tal vez eso me traería paz, presentí que del otro lado del teléfono me guiñaba el ojo con cierta complicidad, y al mismo tiempo sentí como si una piedra fría me atravesara el estómago. Cuando encontré el collar me percaté que era de piedra y en el centro tenía un grabado, no me sorprendió que fuera de color verde.
Pasaron varias semanas desde el incidente, todo me parecía un raro recuerdo, seguro algo que bebí, algo que me había caído mal. Pero ya me sentía bien, y volvía a salir a mi vida cotidiana. Una noche nublada, pero sin lluvia, iba caminando tan abstraída en mis pensamientos que no me di cuenta que el lugar donde estaba era peligroso, de repente me percaté que alguien me está siguiendo, me asusté y
comencé a correr, el sujeto corrió tras de mí, me agarró fuertemente del cabello y de cuello. Traté de sacar el celular, pero eso no le interesaba. Me dijo “Ya valiste madres”, mi corazón se detuvo y le grité: “! ¡El que valió madres eres tú!”. En ese momento sentí como mi piel se transformaba, mis brazos se llenaron de manchas amarillas y de repente, como un rayo, le mordí el cuello; sentí su sangre entre mis fauces. Cuando dejó de moverse me alejé corriendo.
Ya en casa, intenté calmarme con un tecito de toronjil para olvidar el sabor a sangre. Al día siguiente le marqué a mi padre: “Ei, ¿qué pasó?”. “Pa, el collar tiene un grabado ¿qué significan?”. “Un lado tiene una flor, es tu nombre, Xochitl; el otro son dos animales, -presentí su guiño-, Leopardus pardalis”. Dijo palabras occidentales, pero supe en ese momento su verdadero nombre, sentí la sensación en el estómago, miré el grabado, era el códice océlotl.
De día sigo igual, como si no hubiera pasado nada. Durante las noches doy largos paseos, me aseguro que nadie me vea, me cuido de sus cámaras de seguridad y de no volver a tener otro percance como la primera vez. Busco los lugares más oscuros e intento perderme entre las sombras que aún quedan de la ciudad, pues ahora los bosques son más pequeños. En ocasione me descuido y algún incrédulo se me acerca, creo maté a uno del susto. A veces corro, a veces vuelo, y otras simplemente sueño. Cuando duermo vuelvo a ver el espejo de piedra verde, ahora está completo.