Aguardaba en silencio, paralizado, mientras observaba al ente de pesadilla que se alzaba demasiado cerca de mí. No recordaba cómo era que había llegado ahí ni dónde era “ahí”, pero no me importaba, no podía pensar en ello, no podía permitirme esa distracción.
La monstruosidad asimétrica reptaba torpe y lentamente en la penumbra, explorando ciegamente con sus cinco extremidades huesudas y desiguales, cada una terminada en una protuberancia brillante y quitinosa, con la que tanteaba y empujaba. Una de esas prolongaciones parecía estar más desarrollada que las otras, que a su lado eran pálidas imitaciones en cuanto a ímpetu y fuerza, pero en lugar de seguirla jalaban cada una hacia su propio rumbo, evidenciando la ausencia de una razón que las guiara.
Estaba desprovista de cabeza o al menos yo no averigüé su ubicación; o la borré de mi memoria como a un recuerdo traumático. Parecía moverse como un animal en busca de carroña y me encontré deseando con todo mi ánimo que encontrara algo, lo que fuera, que la entretuviese para que dejara de avanzar, para que no me hallara.
Hipnotizado, no podía apartar mi vista de aquella obscenidad que se retorcía y de los bultos que aparecían de vez en cuando, tensionados con un ritmo que no logré dilucidar, a lo largo de lo que asumí era su espalda, intercalados entre las venas que la recorrían y que seguramente bombeaban algún líquido grasoso y tóxico que por fortuna estaba contenido y no expuesto.
Su piel era porosa y velluda en algunas partes, como la de una cría que nace con el pelaje apenas formado. Pero no era brillante, sino al contrario: era áspera y reseca. Era de un tono entre rosado y amarillento, insano, y se plegaba en grandes arrugas bajo su vientre oculto y horripilante.
Pero lo qué más cerca estuvo de hacerme perder la cordura, además de aquella espera incierta y angustiosa entre las sombras, fue el percatarme de que, de la parte que supuse que era la posterior, por la
dirección desde la cual venía la bestia, asomaba una suerte de abdomen alongado que desaparecía más allá del límite hasta el cuál alcanzaba yo a ver, pero me indicaba que lo que estaba frente a mí no era sino el engendro de alguna entidad aún más ominosa, que mandaba a sus múltiples esbirros en busca de lo que fuera que le sirviera de alimento o trofeo.
La aberración se acercaba más y más al rincón en el que me encontraba agazapado y muerto de miedo, en un trance que sólo fue roto cuando uno de sus apéndices rozó mi costado. Al parecer no me reconoció, pero entonces no pude aguantar más y me rendí a mis instintos más primitivos de supervivencia, emprendiendo una huida envuelta en el pánico más profundo, revelando obviamente mi presencia.
La sorpresa más grande no fue el encontrarme de pronto en mi cuarto, a lado de mi cama, de pie en la obscuridad, sino descubrir que el monstruo de locura del que huía se encontraba pegado a mí, colgando del extremo de mi brazo izquierdo.